/ jueves 27 de febrero de 2020

Heridas en el alma

Muchas de las personas con algún tipo de discapacidad intelectual padecen convulsiones, algunas de ellas con suma frecuencia, otras de manera aislada. Se trata de uno de los eventos más angustiantes y dolorosos que arrolla, inmisericorde mente, alma y cuerpo, no solo para quien la sufre, sino además, en forma insoportablemente dolorosa para los padres.

Mi cercanía con la discapacidad me había colocado, hasta ahora, como testigo en muchas de estas caóticas situaciones. Confieso que en los casos que me ha tocado presenciar, mi estado de ánimo quedaba pasmado al ver aquel silencio conventual, posterior a la convulsión, que se convertía en lágrimas con sabor a duelo mortuorio.

Ahora lo he vivido en propia carne, que digo carne propia, carne desalmadamente desgarrada cuando hace unos días, Martita, mi hija, con discapacidad intelectual, sufrió una demoledora convulsión estando yo presente. Nunca antes en su vida le había ocurrido. Convivir con la discapacidad se convierte en una caminata siempre cuesta arriba; hay que convertir la carga en estímulo para evitar construir la vida con resentimientos, agravios y amarguras. Se trata de una lucha por vivir constantemente la experiencia de la superación.

La convulsión en sí, es una especie de sinestesia que se origina en el sentido de la vista---escenas patéticas---para terminar sacudiendo el alma. En otras palabras trastornos neurológicos que provocan incurables heridas en el alma. Los pocos minutos de eterna duración que Martita convulsiono ha sido un viaje por los infinitos caminos del dolor, acompañado de un miedo que se tocaba y se respiraba, ha sido una visita, dolorosa estadía en el frío de la oscuridad. Es tal la sacudida anímica que por momentos pensé que la desventura absoluta si existe.

Conforme transcurría la crisis y mi hijita se recuperaba, lenta y pesarosa mente, apareció el artero asalto del cruel pensamiento de evasión, insito a nuestra condición humana: considerar la muerte como un hecho simplificador, como hostil salvación. La experiencia siendo primera persona y no tercera como testigo, adquiere por momentos dimensiones monstruosas. Anímicamente estamos hablando de una experiencia violenta, destructiva y altamente agresiva. Hija y padre habían quedado en un insoportable estado de indefensión; convulsión de cuerpo, en ella, de alma en el padre; convulsión que desploma conduciendo a simas de negra oscuridad, como si el mismo cosmos se estremeciera. Momentos climáticos de terror: la impotencia. Ahí estuvo, también, puntual e infaltable, la eterna interrogante de su presencia en este mundo.

Luego, con pasos cortos y silenciosos se recobra la calma, poco a poco apareció la mirada paciente y noble de Martita., pausa que dio pauta para comprender que estas terribles pruebas nos ponen en manos de Dios. Certeza, una vez más, que la discapacidad estará siempre ligada a sentimientos profundamente encontrados: tranquilidad y desesperación, desánimo y fuerza, alegría y desasosiego, rabia y perdón; en pocas palabras, los designios de Dios: misterio irresoluble. Ese Dios al que se dirigió el poeta C. Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes (yo no sé)/ golpes como del odio de Dios/como si ante ellos/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma /yo no sé.

Muchas de las personas con algún tipo de discapacidad intelectual padecen convulsiones, algunas de ellas con suma frecuencia, otras de manera aislada. Se trata de uno de los eventos más angustiantes y dolorosos que arrolla, inmisericorde mente, alma y cuerpo, no solo para quien la sufre, sino además, en forma insoportablemente dolorosa para los padres.

Mi cercanía con la discapacidad me había colocado, hasta ahora, como testigo en muchas de estas caóticas situaciones. Confieso que en los casos que me ha tocado presenciar, mi estado de ánimo quedaba pasmado al ver aquel silencio conventual, posterior a la convulsión, que se convertía en lágrimas con sabor a duelo mortuorio.

Ahora lo he vivido en propia carne, que digo carne propia, carne desalmadamente desgarrada cuando hace unos días, Martita, mi hija, con discapacidad intelectual, sufrió una demoledora convulsión estando yo presente. Nunca antes en su vida le había ocurrido. Convivir con la discapacidad se convierte en una caminata siempre cuesta arriba; hay que convertir la carga en estímulo para evitar construir la vida con resentimientos, agravios y amarguras. Se trata de una lucha por vivir constantemente la experiencia de la superación.

La convulsión en sí, es una especie de sinestesia que se origina en el sentido de la vista---escenas patéticas---para terminar sacudiendo el alma. En otras palabras trastornos neurológicos que provocan incurables heridas en el alma. Los pocos minutos de eterna duración que Martita convulsiono ha sido un viaje por los infinitos caminos del dolor, acompañado de un miedo que se tocaba y se respiraba, ha sido una visita, dolorosa estadía en el frío de la oscuridad. Es tal la sacudida anímica que por momentos pensé que la desventura absoluta si existe.

Conforme transcurría la crisis y mi hijita se recuperaba, lenta y pesarosa mente, apareció el artero asalto del cruel pensamiento de evasión, insito a nuestra condición humana: considerar la muerte como un hecho simplificador, como hostil salvación. La experiencia siendo primera persona y no tercera como testigo, adquiere por momentos dimensiones monstruosas. Anímicamente estamos hablando de una experiencia violenta, destructiva y altamente agresiva. Hija y padre habían quedado en un insoportable estado de indefensión; convulsión de cuerpo, en ella, de alma en el padre; convulsión que desploma conduciendo a simas de negra oscuridad, como si el mismo cosmos se estremeciera. Momentos climáticos de terror: la impotencia. Ahí estuvo, también, puntual e infaltable, la eterna interrogante de su presencia en este mundo.

Luego, con pasos cortos y silenciosos se recobra la calma, poco a poco apareció la mirada paciente y noble de Martita., pausa que dio pauta para comprender que estas terribles pruebas nos ponen en manos de Dios. Certeza, una vez más, que la discapacidad estará siempre ligada a sentimientos profundamente encontrados: tranquilidad y desesperación, desánimo y fuerza, alegría y desasosiego, rabia y perdón; en pocas palabras, los designios de Dios: misterio irresoluble. Ese Dios al que se dirigió el poeta C. Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes (yo no sé)/ golpes como del odio de Dios/como si ante ellos/ la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma /yo no sé.

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