/ martes 11 de diciembre de 2018

La iglesia nunca estuvo sola

“La gente te dirá que te quedaste huérfana. ¿Te quedaste huérfana?” Esta pregunta la formuló el Apóstol de Jesucristo Naasón Joaquín García a los 600 mil fieles que el 8 de diciembre de 2014 le escucharon anunciar el fallecimiento del Apóstol Samuel Joaquín Flores, el hombre que fue su padre, amigo y maestro, y quien desempeñó exitosamente, por más de 50 años, el Ministerio del Apostolado.

La pregunta iba dirigida también a los hermanos ausentes, quienes por razones de distancia y economía no pudieron estar físicamente presentes en la ciudad de Guadalajara, pero en sus lugares de origen estuvieron siempre al tanto de lo que ocurría en la colonia Hermosa Provincia, sede internacional de la Iglesia La Luz del Mundo.

La pregunta a la que me refiero al inicio de mi columna no la hizo cualquier ministro de la Iglesia, sino el Apóstol de Jesucristo Naasón Joaquín García, quien hasta ese momento no era reconocido por el pueblo como Apóstol, aunque Dios ya lo había llamado al Apostolado, cumpliendo así el propósito de la elección, efectuada desde antes de la fundación del mundo.

Su llamamiento a este Ministerio ya había ocurrido, pero él no lo declaraba al pueblo porque tenía indicaciones claras y precisas de su Dios, las cuales debía obedecer puntualmente, pues así han sido siempre los enviados de Dios: "varones de gran corazón, obedientes a Dios...".

Algunos pudieron haber pensado que cuando el Apóstol Naasón Joaquín afirmó categórico que la Iglesia no estaba sola, se refería a que la Iglesia contaba con los cuidados de los integrantes del Cuerpo Ministerial en sus diferentes grados, dispuestos todos ellos a seguir cuidando de la Iglesia.

En realidad, la razón de su afirmación no era esa, pues quien se dirigía a la Iglesia sabía perfectamente bien que la orfandad –que nunca la hubo– no se remedia con la presencia de diez mil ayos; ni la inseguridad del pueblo con la presencia de un importante número de centinelas, pues si Jehová en la persona de un Apóstol no guarda la ciudad, en vano vela la guardia.

Él sabía lo que decía y por qué lo decía. Sabía que momentos antes Dios lo había llamado poniéndolo en el Ministerio y al frente de la Iglesia, para cuidarla, sustentarla y consolarla, así como para doctrinarla a través de la revelación directa, a la que sólo tiene acceso un verdadero enviado de Dios.

Aquella madrugada, el Apóstol Naasón Joaquín se había acercado a Dios en busca del consuelo que le permitiera mitigar el dolor que experimentaba su corazón por la partida de su padre al descanso eterno. Fue justo en ese momento cuando escuchó la voz de Dios diciéndole: “Por qué me pides consuelo si tú has de consolar a mi pueblo”.

A partir de ese momento se produjo un diálogo en ambas direcciones: de Dios hacia su enviado, y de su enviado hacia Dios, una experiencia inédita en su vida, que como él mismo lo ha dicho, nunca antes había tenido. Por ello, a semejanza del profeta Samuel, que en su llamamiento pensó que era el sacerdote Eli quien pronunciaba su nombre, el hermano Naasón volteó en todas direcciones pensando que le hablaba alguno de sus hermanos.

Meditaba en aquellas palabras cuando volvió a escuchar esa voz como estruendo de muchas aguas, diciéndole: “Naasón, ¡Tú estarás al frente de este grande pueblo, y si hoy lo ves grande, yo lo voy a multiplicar mucho más!

Al contemplar a su Dios hablando con él, le respondió con la humildad característica de los Siervos de Dios: “No, Señor, yo no. Yo dije que cuando mi padre durmiera, yo ya tenía un destino”. Fue entonces cuando Dios le dijo firme y categóricamente: “Tu destino soy yo y este pueblo al que hoy te entrego”.

En el diálogo que entabló Dios con él, el Apóstol Naasón Joaquín se dio cuenta de que el pueblo nunca estuvo solo. Pero no se precipitó a relatar a nadie aquella manifestación, ni al pueblo, ni a su familia, ni al Cuerpo Ministerial. Se limitó a obedecer y a esperar, tal como se lo había indicado Dios la madrugada de ese día: “Honra el cuerpo de mi siervo Samuel, y el próximo domingo te levantarás al Pueblo… Yo abriré su corazón y, aun, el del Cuerpo Ministerial como un solo hombre, y haré la obra perfecta”.

¡Y así fue! Tras honrar con justicia un cuerpo que vivió consagrado al servicio de Dios y de su pueblo, Dios cumplió su palabra, testificando su elección al corazón de los suyos, una elección que está por encima de las preferencias, inclinaciones e inconformidades humanas, y que hoy es reconocida y aceptada en 58 naciones de los cinco continentes.

Fue por esa elección, y solo por ella, que durante los siete días en que se honró el cuerpo del Apóstol Samuel Joaquín, la Iglesia de Dios no estuvo sin Apóstol, como nunca lo ha estado.

“La gente te dirá que te quedaste huérfana. ¿Te quedaste huérfana?” Esta pregunta la formuló el Apóstol de Jesucristo Naasón Joaquín García a los 600 mil fieles que el 8 de diciembre de 2014 le escucharon anunciar el fallecimiento del Apóstol Samuel Joaquín Flores, el hombre que fue su padre, amigo y maestro, y quien desempeñó exitosamente, por más de 50 años, el Ministerio del Apostolado.

La pregunta iba dirigida también a los hermanos ausentes, quienes por razones de distancia y economía no pudieron estar físicamente presentes en la ciudad de Guadalajara, pero en sus lugares de origen estuvieron siempre al tanto de lo que ocurría en la colonia Hermosa Provincia, sede internacional de la Iglesia La Luz del Mundo.

La pregunta a la que me refiero al inicio de mi columna no la hizo cualquier ministro de la Iglesia, sino el Apóstol de Jesucristo Naasón Joaquín García, quien hasta ese momento no era reconocido por el pueblo como Apóstol, aunque Dios ya lo había llamado al Apostolado, cumpliendo así el propósito de la elección, efectuada desde antes de la fundación del mundo.

Su llamamiento a este Ministerio ya había ocurrido, pero él no lo declaraba al pueblo porque tenía indicaciones claras y precisas de su Dios, las cuales debía obedecer puntualmente, pues así han sido siempre los enviados de Dios: "varones de gran corazón, obedientes a Dios...".

Algunos pudieron haber pensado que cuando el Apóstol Naasón Joaquín afirmó categórico que la Iglesia no estaba sola, se refería a que la Iglesia contaba con los cuidados de los integrantes del Cuerpo Ministerial en sus diferentes grados, dispuestos todos ellos a seguir cuidando de la Iglesia.

En realidad, la razón de su afirmación no era esa, pues quien se dirigía a la Iglesia sabía perfectamente bien que la orfandad –que nunca la hubo– no se remedia con la presencia de diez mil ayos; ni la inseguridad del pueblo con la presencia de un importante número de centinelas, pues si Jehová en la persona de un Apóstol no guarda la ciudad, en vano vela la guardia.

Él sabía lo que decía y por qué lo decía. Sabía que momentos antes Dios lo había llamado poniéndolo en el Ministerio y al frente de la Iglesia, para cuidarla, sustentarla y consolarla, así como para doctrinarla a través de la revelación directa, a la que sólo tiene acceso un verdadero enviado de Dios.

Aquella madrugada, el Apóstol Naasón Joaquín se había acercado a Dios en busca del consuelo que le permitiera mitigar el dolor que experimentaba su corazón por la partida de su padre al descanso eterno. Fue justo en ese momento cuando escuchó la voz de Dios diciéndole: “Por qué me pides consuelo si tú has de consolar a mi pueblo”.

A partir de ese momento se produjo un diálogo en ambas direcciones: de Dios hacia su enviado, y de su enviado hacia Dios, una experiencia inédita en su vida, que como él mismo lo ha dicho, nunca antes había tenido. Por ello, a semejanza del profeta Samuel, que en su llamamiento pensó que era el sacerdote Eli quien pronunciaba su nombre, el hermano Naasón volteó en todas direcciones pensando que le hablaba alguno de sus hermanos.

Meditaba en aquellas palabras cuando volvió a escuchar esa voz como estruendo de muchas aguas, diciéndole: “Naasón, ¡Tú estarás al frente de este grande pueblo, y si hoy lo ves grande, yo lo voy a multiplicar mucho más!

Al contemplar a su Dios hablando con él, le respondió con la humildad característica de los Siervos de Dios: “No, Señor, yo no. Yo dije que cuando mi padre durmiera, yo ya tenía un destino”. Fue entonces cuando Dios le dijo firme y categóricamente: “Tu destino soy yo y este pueblo al que hoy te entrego”.

En el diálogo que entabló Dios con él, el Apóstol Naasón Joaquín se dio cuenta de que el pueblo nunca estuvo solo. Pero no se precipitó a relatar a nadie aquella manifestación, ni al pueblo, ni a su familia, ni al Cuerpo Ministerial. Se limitó a obedecer y a esperar, tal como se lo había indicado Dios la madrugada de ese día: “Honra el cuerpo de mi siervo Samuel, y el próximo domingo te levantarás al Pueblo… Yo abriré su corazón y, aun, el del Cuerpo Ministerial como un solo hombre, y haré la obra perfecta”.

¡Y así fue! Tras honrar con justicia un cuerpo que vivió consagrado al servicio de Dios y de su pueblo, Dios cumplió su palabra, testificando su elección al corazón de los suyos, una elección que está por encima de las preferencias, inclinaciones e inconformidades humanas, y que hoy es reconocida y aceptada en 58 naciones de los cinco continentes.

Fue por esa elección, y solo por ella, que durante los siete días en que se honró el cuerpo del Apóstol Samuel Joaquín, la Iglesia de Dios no estuvo sin Apóstol, como nunca lo ha estado.