/ martes 1 de diciembre de 2020

Antisemitismo

El pasado martes 11 de noviembre, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, se refirió al coronavirus, y pidió que, a la par del combate contra el mortal virus, que empezó a afectar a la humanidad desde el mes de diciembre de 2019, se combata también el virus del antisemitismo, un término que hace referencia a la hostilidad hacia los judíos.

Estas declaraciones se deben a que “en los últimos meses, un flujo constante de prejuicios ha seguido arruinando nuestro mundo: asaltos antisemitas, acoso y vandalismo; negación del Holocausto; una declaración de culpabilidad en un complot neonazi para volar una sinagoga", lamentó el máximo representante de la ONU.

El tema me lleva a remontarme al año 1933, cuando el triunfo nazi en Alemania impulsó en todo el continente europeo el antisemitismo, un término que la Real Academia Española define como una “doctrina o tendencia de los enemigos de los judíos, de su cultura o su influencia”.

Evidentemente el antisemitismo no nace en esa época, sino mucho antes. En la Edad Media se dieron infinidad de casos de hostilidad contra el pueblo judío. Simón Wiesenthal, quien estuvo detenido en cinco campos de concentración distintos, señala en El Libro de la Memoria Judía: “Los judíos soportan lo que llamamos antisemitismo, desde hace más de dos mil años, desde que fueron echados o deportados del país que les pertenecía”.

Tras el anterior señalamiento, el también cazador de nazis, refiere: “Como lo muestra nuestro calendario, la persecución de los judíos fue siempre dirigida por los cristianos, primero por la Iglesia católica romana, luego por la Iglesia ortodoxa”.

Wiesenthal atribuye a Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, y considerado por la Iglesia católica como uno de los grandes padres de la Iglesia de Oriente, la invención de la noción de culpabilidad que responsabiliza a la nación judía de la muerte de Jesús.

Respecto al término deicida, aplicado invariablemente a los judíos por los católicos del pasado, Simón Wiesenthal explica: “En esa época, el concepto teológico fatal concerniente a los “judíos deicidas” fue utilizado sobre todo por la Iglesia romana”. Debe señalarse, sin embargo, que el Concilio Vaticano II resolvió que dejara de responsabilizarse a los judíos por la muerte del Señor Jesús, y que se dejara de emplear el término deicida, generador de un clima hostil y de grave intolerancia religiosa.

En cuanto a los orígenes del antisemitismo, el escritor Edgar Royston Pike, en su Diccionario de Religiones afirma que el antisemitismo “apareció por primera vez poco después de la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio romano (siglo IV d. C) y fue concebido como medida punitiva (se castigaba a los judíos como culpables de la muerte del Señor) como preventiva (en esta forma el cristianismo quedaría libre de contaminación)”.

Evidentemente, todas las acciones crueles y antisemitas de la Edad Media, no se comparan con el antisemitismo moderno, que con Adolf Hitler a la cabeza exterminó a más de 6 millones de judíos, entre 1939 y 1945.

Antes del holocausto, conocido también como solución final, “el régimen nazi aprobó leyes civiles que prohibían a los judíos ocupar puestos en la función pública o en el servicio civil. Se les prohibió inclusive ser contratados por la prensa o la radio”. Asimismo, “alentaron el boicoteo de comercios y negocios regentados por judíos y comenzaron a quemar escritos y publicaciones de judíos, pacifistas, comunistas y otros grupos no aprobados por el Reich”.

Lo que sucedió en ese tiempo bajo el régimen nazi fue algo verdaderamente monstruoso: millones de judíos muertos en guetos, en cámaras de gas y en campos de concentración y exterminio nazi. Otros perdieron la vida por desnutrición, trabajos forzados y epidemias que consumieron paulatinamente la vida de los judíos.

Theodor Adorno, filósofo de origen alemán, exclamó horrorizado: “no es posible escribir poesía después de Auschwitz”.

Para evitar la repetición de episodios como el holocausto nazi, la Asamblea General de la ONU proclamó el 10 de diciembre de 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos, “un documento que sirve de plan de acción global para la libertad y la igualdad protegiendo los derechos de todas las personas en todos los lugares”.

En el preámbulo de este documento, se atribuyen las barbaries ultrajantes para la conciencia de la humanidad al desconocimiento y al menosprecio de los derechos humanos. Entre dichas barbaries figura el holocausto, la campaña de exterminio masivo de Hitler. De ahí la importancia de cerrarle el paso a la xenofobia, al racismo, al antisemitismo y a la islamofobia, males acerca de los cuales Guterres ha dicho: envenenan nuestras sociedades.

Twitter: @armayacastro

El pasado martes 11 de noviembre, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, se refirió al coronavirus, y pidió que, a la par del combate contra el mortal virus, que empezó a afectar a la humanidad desde el mes de diciembre de 2019, se combata también el virus del antisemitismo, un término que hace referencia a la hostilidad hacia los judíos.

Estas declaraciones se deben a que “en los últimos meses, un flujo constante de prejuicios ha seguido arruinando nuestro mundo: asaltos antisemitas, acoso y vandalismo; negación del Holocausto; una declaración de culpabilidad en un complot neonazi para volar una sinagoga", lamentó el máximo representante de la ONU.

El tema me lleva a remontarme al año 1933, cuando el triunfo nazi en Alemania impulsó en todo el continente europeo el antisemitismo, un término que la Real Academia Española define como una “doctrina o tendencia de los enemigos de los judíos, de su cultura o su influencia”.

Evidentemente el antisemitismo no nace en esa época, sino mucho antes. En la Edad Media se dieron infinidad de casos de hostilidad contra el pueblo judío. Simón Wiesenthal, quien estuvo detenido en cinco campos de concentración distintos, señala en El Libro de la Memoria Judía: “Los judíos soportan lo que llamamos antisemitismo, desde hace más de dos mil años, desde que fueron echados o deportados del país que les pertenecía”.

Tras el anterior señalamiento, el también cazador de nazis, refiere: “Como lo muestra nuestro calendario, la persecución de los judíos fue siempre dirigida por los cristianos, primero por la Iglesia católica romana, luego por la Iglesia ortodoxa”.

Wiesenthal atribuye a Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, y considerado por la Iglesia católica como uno de los grandes padres de la Iglesia de Oriente, la invención de la noción de culpabilidad que responsabiliza a la nación judía de la muerte de Jesús.

Respecto al término deicida, aplicado invariablemente a los judíos por los católicos del pasado, Simón Wiesenthal explica: “En esa época, el concepto teológico fatal concerniente a los “judíos deicidas” fue utilizado sobre todo por la Iglesia romana”. Debe señalarse, sin embargo, que el Concilio Vaticano II resolvió que dejara de responsabilizarse a los judíos por la muerte del Señor Jesús, y que se dejara de emplear el término deicida, generador de un clima hostil y de grave intolerancia religiosa.

En cuanto a los orígenes del antisemitismo, el escritor Edgar Royston Pike, en su Diccionario de Religiones afirma que el antisemitismo “apareció por primera vez poco después de la adopción del cristianismo como religión oficial del Imperio romano (siglo IV d. C) y fue concebido como medida punitiva (se castigaba a los judíos como culpables de la muerte del Señor) como preventiva (en esta forma el cristianismo quedaría libre de contaminación)”.

Evidentemente, todas las acciones crueles y antisemitas de la Edad Media, no se comparan con el antisemitismo moderno, que con Adolf Hitler a la cabeza exterminó a más de 6 millones de judíos, entre 1939 y 1945.

Antes del holocausto, conocido también como solución final, “el régimen nazi aprobó leyes civiles que prohibían a los judíos ocupar puestos en la función pública o en el servicio civil. Se les prohibió inclusive ser contratados por la prensa o la radio”. Asimismo, “alentaron el boicoteo de comercios y negocios regentados por judíos y comenzaron a quemar escritos y publicaciones de judíos, pacifistas, comunistas y otros grupos no aprobados por el Reich”.

Lo que sucedió en ese tiempo bajo el régimen nazi fue algo verdaderamente monstruoso: millones de judíos muertos en guetos, en cámaras de gas y en campos de concentración y exterminio nazi. Otros perdieron la vida por desnutrición, trabajos forzados y epidemias que consumieron paulatinamente la vida de los judíos.

Theodor Adorno, filósofo de origen alemán, exclamó horrorizado: “no es posible escribir poesía después de Auschwitz”.

Para evitar la repetición de episodios como el holocausto nazi, la Asamblea General de la ONU proclamó el 10 de diciembre de 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos, “un documento que sirve de plan de acción global para la libertad y la igualdad protegiendo los derechos de todas las personas en todos los lugares”.

En el preámbulo de este documento, se atribuyen las barbaries ultrajantes para la conciencia de la humanidad al desconocimiento y al menosprecio de los derechos humanos. Entre dichas barbaries figura el holocausto, la campaña de exterminio masivo de Hitler. De ahí la importancia de cerrarle el paso a la xenofobia, al racismo, al antisemitismo y a la islamofobia, males acerca de los cuales Guterres ha dicho: envenenan nuestras sociedades.

Twitter: @armayacastro