/ sábado 16 de junio de 2018

El declive en el poder

Gladys Pérez Martínez *

Podría decirse que hay cuatro claras etapas en la trayectoria de una buena parte de los políticos mexicanos. El día de hoy abordaré dos: La etapa del candidato y la del funcionario, sin embargo existe también la etapa de salida (cuando entregan su administración) y la del “chapulín”, conocida por quienes se rehúsan a dejar el poder a toda costa. Comprender estas facetas, nos puede brindar un poco de perspectiva sobre algunas de las motivaciones y el modus operandi del ciclo del político.

En la etapa del candidato, se tiene como objetivo principal ganar una elección para ejercer un cargo público. Y en aras de alcanzar este objetivo, se orientan los esfuerzos a consolidar una buena estructura, a gestionar y administrar el presupuesto de campaña e implementar una óptima estrategia de comunicación que forme vínculos emocionales y persuada a los potenciales votantes.

El candidato en esta etapa, no suele ver como prioridad el fondo de las problemáticas más apremiantes de su territorio para hacer propuestas que realmente ofrezcan soluciones. Por el contrario, en México, hemos visto candidatos que plagian propuestas o que presentan cualquier ocurrencia con el afán de aparentar que cuentan con un proyecto planificado para su gobierno.

Consideran por lo general, que es una apuesta arriesgada “perder” su tiempo en elaborar una plataforma política de calidad, si no aseguran primero su triunfo en las urnas. Su única mira es salir victoriosos el día de las elecciones, y después preocuparse por lo que tenga que venir, abordando los temas “sobre la marcha”, como si la estrategia transversal de un gobierno se pudiera aterrizar en cuestión de unos cuantos días.

Luego de las elecciones, si el candidato se convierte en virtual ganador, inicia un desgaste importante en su imagen y posicionamiento, distinto al que se tiene durante el proceso electoral por la propia competencia entre candidatos.

A diferencia del ciclo de vida de un producto, por ejemplo, el político no tiene que alcanzar la fase de madurez para iniciar su declive, el simple hecho de ser servidor público en México ya trae consigo un grado importante de desprestigio social. Un gobernante que recién asume su cargo, llega con la ciudadanía dividida entre quienes le votaron y quienes apoyaron a otros partidos u opciones o que simplemente decidieron abstenerse a votar.

Posteriormente, durante la administración del funcionario, cada una de sus decisiones se verá contrastada en el lente de la oposición, la prensa, la sociedad civil, la iniciativa privada, las universidades etcétera, con agendas e intereses muy particulares que frecuentemente no empatarán con las del gobierno en turno. Es entonces cuando desde el primer año en el gobierno, comienza el desgaste natural en el posicionamiento de los gobernantes.

El ejemplo más claro es el de Peña Nieto, quien asumió su cargo en 2012 con un 42% de aprobación entre los mexicanos, pasando por un 23% en 2016 y con un penoso 21% en marzo de 2018, a sólo nueve meses de concluir su gobierno. La aprobación del Presidente cayó dos a uno en seis años.

Hay que tener en cuenta que el desgaste se logra agudizar con escándalos, abusos y los malos resultados de los gobiernos. Desde la función pública, la democracia de un país se puede fortalecer o debilitar con las decisiones y acciones de los gobernantes en turno. De ese tamaño es la responsabilidad de un cargo público y es un compromiso enorme que debería asumirse desde el primer día de gobierno.

Por otro lado, es preciso reconocer que no necesariamente gobernar es una debilidad o una fatalidad en todos los casos. Si se gobierna con estrategia, con visión y transparencia se puede lograr el reconocimiento público. Gobernar de acuerdo a las prioridades genuinas de la sociedad a la que se sirve y trabajar rindiendo cuentas favorables, es el camino que se debe seguir para dignificar el servicio público.

* Politóloga

Twitter: @gla_pem


Gladys Pérez Martínez *

Podría decirse que hay cuatro claras etapas en la trayectoria de una buena parte de los políticos mexicanos. El día de hoy abordaré dos: La etapa del candidato y la del funcionario, sin embargo existe también la etapa de salida (cuando entregan su administración) y la del “chapulín”, conocida por quienes se rehúsan a dejar el poder a toda costa. Comprender estas facetas, nos puede brindar un poco de perspectiva sobre algunas de las motivaciones y el modus operandi del ciclo del político.

En la etapa del candidato, se tiene como objetivo principal ganar una elección para ejercer un cargo público. Y en aras de alcanzar este objetivo, se orientan los esfuerzos a consolidar una buena estructura, a gestionar y administrar el presupuesto de campaña e implementar una óptima estrategia de comunicación que forme vínculos emocionales y persuada a los potenciales votantes.

El candidato en esta etapa, no suele ver como prioridad el fondo de las problemáticas más apremiantes de su territorio para hacer propuestas que realmente ofrezcan soluciones. Por el contrario, en México, hemos visto candidatos que plagian propuestas o que presentan cualquier ocurrencia con el afán de aparentar que cuentan con un proyecto planificado para su gobierno.

Consideran por lo general, que es una apuesta arriesgada “perder” su tiempo en elaborar una plataforma política de calidad, si no aseguran primero su triunfo en las urnas. Su única mira es salir victoriosos el día de las elecciones, y después preocuparse por lo que tenga que venir, abordando los temas “sobre la marcha”, como si la estrategia transversal de un gobierno se pudiera aterrizar en cuestión de unos cuantos días.

Luego de las elecciones, si el candidato se convierte en virtual ganador, inicia un desgaste importante en su imagen y posicionamiento, distinto al que se tiene durante el proceso electoral por la propia competencia entre candidatos.

A diferencia del ciclo de vida de un producto, por ejemplo, el político no tiene que alcanzar la fase de madurez para iniciar su declive, el simple hecho de ser servidor público en México ya trae consigo un grado importante de desprestigio social. Un gobernante que recién asume su cargo, llega con la ciudadanía dividida entre quienes le votaron y quienes apoyaron a otros partidos u opciones o que simplemente decidieron abstenerse a votar.

Posteriormente, durante la administración del funcionario, cada una de sus decisiones se verá contrastada en el lente de la oposición, la prensa, la sociedad civil, la iniciativa privada, las universidades etcétera, con agendas e intereses muy particulares que frecuentemente no empatarán con las del gobierno en turno. Es entonces cuando desde el primer año en el gobierno, comienza el desgaste natural en el posicionamiento de los gobernantes.

El ejemplo más claro es el de Peña Nieto, quien asumió su cargo en 2012 con un 42% de aprobación entre los mexicanos, pasando por un 23% en 2016 y con un penoso 21% en marzo de 2018, a sólo nueve meses de concluir su gobierno. La aprobación del Presidente cayó dos a uno en seis años.

Hay que tener en cuenta que el desgaste se logra agudizar con escándalos, abusos y los malos resultados de los gobiernos. Desde la función pública, la democracia de un país se puede fortalecer o debilitar con las decisiones y acciones de los gobernantes en turno. De ese tamaño es la responsabilidad de un cargo público y es un compromiso enorme que debería asumirse desde el primer día de gobierno.

Por otro lado, es preciso reconocer que no necesariamente gobernar es una debilidad o una fatalidad en todos los casos. Si se gobierna con estrategia, con visión y transparencia se puede lograr el reconocimiento público. Gobernar de acuerdo a las prioridades genuinas de la sociedad a la que se sirve y trabajar rindiendo cuentas favorables, es el camino que se debe seguir para dignificar el servicio público.

* Politóloga

Twitter: @gla_pem


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