/ lunes 26 de febrero de 2024

De agitador a Presidente: crónica del monopolio del poder

El Presidente de México es un personaje que detenta tanto el poder real como el poder formal en una expresión compleja que raya en lo absoluto. Lo ha logrado después de ocupar importantes cargos partidistas y públicos, como el haber sido electo Jefe de Gobierno del Distrito Federal y haber permeado tras 18 años de campaña nacional ininterrumpida.

Durante el largo recorrer de su camino, su indiscutible liderazgo personal fue acompañado de condiciones que le favorecieron: hartazgo popular, bajos niveles de gobernabilidad, distanciamiento entre la sociedad y el gobierno, pérdida de confianza en las instituciones, una inequidad social indiscutible, la violencia como consecuencia del imperio del crimen organizado, el narcotráfico rampante, la descomposición social, la desvalorización ciudadana que antecedieron a la caída del régimen político, y que prevalecen hasta el día de hoy.

Andrés Manuel tuvo la habilidad de volverse incómodo al poder, crítico, disruptivo, agitador social, defensor de causas, solidario, ciudadano, activista, agudo, intolerante frente a los abusos del poder. Construyó una reputación de hombre firme, de convicciones, duro, confiable.

Ganó adeptos y seguidores. Incluso fue modelo a seguir de liderazgos, construyó discurso y guio el actuar de sus correligionarios provenientes de distintos partidos políticos. Recorrió varias veces el país. Penetró llevando su mensaje a municipios olvidados por la política tradicional y las cúpulas del poder, sembró, abonó, cultivó su peso político y se convirtió en el más auténtico luchador social de México.

Andrés Manuel fue una figura emblemática del cambio, fue útil a la sociedad, fue necesario para alcanzar equilibrios políticos, fungiendo como el opositor más incómodo. Ahora Andrés Manuel no es más un agitador, ni un activista, ni un líder social.

López Obrador se volvió un político y gobierna desde la burocracia, abrazado al régimen que no es de nadie, aferrado a formas, usos y costumbres homeostáticas, tan arraigadas y fuertes que han sobrevivido a lo que va de la cuarta transformación sin merma. Al final, lo que pasa son los hombres, las instituciones se quedan.

Hoy la historia del gladiador que inspiraba, del ciudadano activo discrepante y moralmente correcto ya no es activa. Aquel Andrés en campaña, no sobrevivió al destino. El Presidente cambió al país, cambió las narrativas, cambió la percepción y cambió él. Convertido en lo que es, se asemeja cada día más a sus antecesores, fuera de narrativas, ante el recuento de los hechos.

El antiguo agitador hoy ha tenido que asumirse como gobernante y al tomar decisiones ha sufrido los estragos de no poder dar gusto a todos, de no quedar siempre bien, de tener que hacer lo “políticamente correcto”, alejándose cada vez más de lo que fue, emergiendo como un dignatario que construye una nueva historia, aunque alejado de sus símbolos, de sus raíces, de algunas de sus convicciones. Su mayor rival es el tiempo y el recuento de sus resultados como gobernante.

El Presidente goza de la inercia y es aún por ahora un monopolio de poder, de carisma, de esperanza. La gente tarda en advertir los cambios, las desviaciones, los errores e incluso los aciertos. La polarización de la sociedad lo mantendrá tranquilo mientras conserve el favor de la mayoría en desventaja de nuestra población. La transmisión del poder en 2024 será con, pero al mismo tiempo sin López Obrador. El Presidente mantiene todo a su favor, pero enfrentará la más dura de sus batallas: vencerse a sí mismo, sabiendo que el que fue ya no es, que el luchador social ya no regresará, que su ciclo se cierra y el poder no es para siempre.

El Presidente de México es un personaje que detenta tanto el poder real como el poder formal en una expresión compleja que raya en lo absoluto. Lo ha logrado después de ocupar importantes cargos partidistas y públicos, como el haber sido electo Jefe de Gobierno del Distrito Federal y haber permeado tras 18 años de campaña nacional ininterrumpida.

Durante el largo recorrer de su camino, su indiscutible liderazgo personal fue acompañado de condiciones que le favorecieron: hartazgo popular, bajos niveles de gobernabilidad, distanciamiento entre la sociedad y el gobierno, pérdida de confianza en las instituciones, una inequidad social indiscutible, la violencia como consecuencia del imperio del crimen organizado, el narcotráfico rampante, la descomposición social, la desvalorización ciudadana que antecedieron a la caída del régimen político, y que prevalecen hasta el día de hoy.

Andrés Manuel tuvo la habilidad de volverse incómodo al poder, crítico, disruptivo, agitador social, defensor de causas, solidario, ciudadano, activista, agudo, intolerante frente a los abusos del poder. Construyó una reputación de hombre firme, de convicciones, duro, confiable.

Ganó adeptos y seguidores. Incluso fue modelo a seguir de liderazgos, construyó discurso y guio el actuar de sus correligionarios provenientes de distintos partidos políticos. Recorrió varias veces el país. Penetró llevando su mensaje a municipios olvidados por la política tradicional y las cúpulas del poder, sembró, abonó, cultivó su peso político y se convirtió en el más auténtico luchador social de México.

Andrés Manuel fue una figura emblemática del cambio, fue útil a la sociedad, fue necesario para alcanzar equilibrios políticos, fungiendo como el opositor más incómodo. Ahora Andrés Manuel no es más un agitador, ni un activista, ni un líder social.

López Obrador se volvió un político y gobierna desde la burocracia, abrazado al régimen que no es de nadie, aferrado a formas, usos y costumbres homeostáticas, tan arraigadas y fuertes que han sobrevivido a lo que va de la cuarta transformación sin merma. Al final, lo que pasa son los hombres, las instituciones se quedan.

Hoy la historia del gladiador que inspiraba, del ciudadano activo discrepante y moralmente correcto ya no es activa. Aquel Andrés en campaña, no sobrevivió al destino. El Presidente cambió al país, cambió las narrativas, cambió la percepción y cambió él. Convertido en lo que es, se asemeja cada día más a sus antecesores, fuera de narrativas, ante el recuento de los hechos.

El antiguo agitador hoy ha tenido que asumirse como gobernante y al tomar decisiones ha sufrido los estragos de no poder dar gusto a todos, de no quedar siempre bien, de tener que hacer lo “políticamente correcto”, alejándose cada vez más de lo que fue, emergiendo como un dignatario que construye una nueva historia, aunque alejado de sus símbolos, de sus raíces, de algunas de sus convicciones. Su mayor rival es el tiempo y el recuento de sus resultados como gobernante.

El Presidente goza de la inercia y es aún por ahora un monopolio de poder, de carisma, de esperanza. La gente tarda en advertir los cambios, las desviaciones, los errores e incluso los aciertos. La polarización de la sociedad lo mantendrá tranquilo mientras conserve el favor de la mayoría en desventaja de nuestra población. La transmisión del poder en 2024 será con, pero al mismo tiempo sin López Obrador. El Presidente mantiene todo a su favor, pero enfrentará la más dura de sus batallas: vencerse a sí mismo, sabiendo que el que fue ya no es, que el luchador social ya no regresará, que su ciclo se cierra y el poder no es para siempre.