/ lunes 22 de abril de 2024

Los amantes, crónica de una pandemia

Los amantes se ingeniaban mil y una formas para estar en contacto con su amado o amada

En épocas pasadas donde las epidemias azotaban ciudades enteras era común que la correspondencia estuviese limitada o hasta prohibida para evitar la transmisión y propagación de enfermedades e infecciones, entre otras medidas. Pero los amantes se ingeniaban mil y una formas para estar en contacto con su amado o amada.

En esos tiempos de Covid 19 y durante el confinamiento mis hijas extrañaban todo el tiempo a sus parejas. Hacían videollamadas hasta altas horas de la noche para platicar o jugar videojuegos a distancia con ellos y sentir esa cercanía que como padres les limitábamos por miedo al contagio. Me daba ternura ver ese cariño y añoranza que sentían a distancia, un amor que por meses estaba prohibido para los adolescentes por el contagio. Recordaba que cuando mi esposo y yo, durante el noviazgo, por alguna razón tardábamos algunos días en no vernos, para mí era un verdadero calvario. Los jóvenes también sufrieron los perjuicios de esta medida sanitaria y quizá algunas de esas relaciones se hicieron más fuertes por la dura prueba de la separación. Había una joven pareja de vecinos a dos casas de la nuestra.

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Ella era de complexión delgada y él un hombre fornido. Era una pareja como todas con sus discusiones y sus reconciliaciones. Ambos trabajaban. Ella era sobrecargo de una aerolínea famosa y él era chef en un prestigioso restaurante de la ciudad. Al propagarse la pandemia y declarar estado de emergencia, él pasaba más tiempo en su casa y cuando comenzaron a cerrar los aeropuertos ella se quedó varada en Madrid, por lo que le tenían prohibido salir de la habitación de su hotel. Ella enfermó de Covid al grado de que fue hospitalizada de emergencia. Continuamente preguntábamos por la salud de su esposa pero él con el rostro cenizo y desencajado respondía negativamente, con la cabeza baja.

Ya no era aquel hombre fornido y sonriente que saludaba a los vecinos desde la puerta de su casa con su habitual cigarrillo entre los dedos, ahora era un hombre delgadísimo, irreconocible. Nos comentaba que deseaba con todas sus fuerzas ir a España a lado de ella pero las fronteras estaban cerradas y no podía hacer nada.

Se comunicaba con la compañera de su mujer varias veces al día, todos los días, pero siempre que colgaba el celular lloraba porque sabía que estaba grave, intubada y ni su amiga podía entrar a su habitación a verla a darle consuelo o por lo menos tomarla de la mano para que sintiera el calor de una mano conocida.

Sentía tal impotencia que ninguna palabra de aliento que le expresáramos le reconfortaba. Un día al salir de mi casa para regar el jardín me topé con otra de las vecinas conocidas quien me platicó que finalmente la esposa del chef había muerto en Madrid y que el marido había quedado devastado. No pudo tomar ningún avión para por lo menos, sepultarla.

"Cuando tardábamos algunos días en no vernos, para mí era un verdadero calvario". Foto. Cortesía

Tocamos a su puerta insistentemente, hasta después de varios minutos abrió. Se encontraba desaliñado y más delgado desde la última vez que lo vimos. Le llevamos algo de comer y le ofrecimos nuestras condolencias. Tratamos de dar apoyo y consuelo, sugerimos que fuera con un tanatólogo conocido. Nos agradeció con el rostro sombrío y cerró la puerta despacio con timidez. Después de esa visita pasaron dos horas y tuve que salir en el coche a recoger un encargo. La avenida se encontraba desértica por el confinamiento; las calles extrañaban el sonido de los cláxones, el ir y venir de las personas caminando por las banquetas o paradas esperando el autobús. Había quedado en el olvido aquella muchedumbre que antes se vislumbraba por toda la ciudad, dándole vida, ahora era sólo un recuerdo. Hacía calor, el ambiente se sentía sofocado y el cielo resplandecía por el tono azul del cielo el cual se encontraba más puro por la falta de contaminación a causa de la nula circulación de automóviles y camiones de carga. El semáforo me tocó en color rojo.

Frené con suavidad el coche. Me quité el cubrebocas por la falta de oxígeno, bajé la ventanilla y disminuí un poco el volumen de la música que escuchaba. De pronto en el puente peatonal observé la figura de una persona, un hombre que estaba escalando la barandilla y sin vacilar se tiró al vacío, su cuerpo inmediatamente quedó esparcido en el frío y gris pavimento de aquella avenida. Me quedé pasmada de la impresión, volteé para un lado y para el otro. Coches que iban pasando esquivaban el cuerpo que yacía ahí, inmóvil y con un charco de sangre bajo sus obscuros cabellos. Sus ropas y su complexión me parecieron conocidas ­¡Ay Dios mío! es mi vecino, el chef­ expresé en voz alta y con los ojos llenos de incredulidad. Pero ¿cómo era posible si acabábamos de hablar con él hace apenas un rato?

El estómago se me volteó de miedo. Las lágrimas no me salían de los ojos, estaban congeladas dentro de mi terrible conmoción. En ese momento llamé al 911, después a mi esposo para que viniera a acompañarme. Traté de detener los coches como pude y corrí a tratar de auxiliarlo pero era tarde, ya estaba muerto. Algunas personas detuvieron sus autos y se acercaron a ayudar y me preguntaban si acaso yo lo conocía. Se cubrían sus bocas con la mano sobre el cubrebocas.

Esperamos a que llegara la ambulancia y la policía; cuando al fin arribaron me hicieron algunas preguntas y se lo llevaron. Duró varias semanas la conmoción en mí y en mi familia, tratábamos de no hablar mucho de lo sucedido pero siempre salía el recuerdo a flote, era inevitable. Pobre muchacho, se suicidó de tal manera porque no pudo soportar la pérdida de su mujer y por no haberse podido despedir de su amada esposa. Fue una verdadera tragedia el deceso de aquel joven, tenía toda una vida de éxito por delante y la pandemia le arrebato todos sus sueños, su carrera, su futuro y al amor de su vida.Así como él, muchas parejas quedaron destruidas, pero también muchas personas fueron afectadas en su salud mental y emocional debido al Covid 19.

Continuará.

En épocas pasadas donde las epidemias azotaban ciudades enteras era común que la correspondencia estuviese limitada o hasta prohibida para evitar la transmisión y propagación de enfermedades e infecciones, entre otras medidas. Pero los amantes se ingeniaban mil y una formas para estar en contacto con su amado o amada.

En esos tiempos de Covid 19 y durante el confinamiento mis hijas extrañaban todo el tiempo a sus parejas. Hacían videollamadas hasta altas horas de la noche para platicar o jugar videojuegos a distancia con ellos y sentir esa cercanía que como padres les limitábamos por miedo al contagio. Me daba ternura ver ese cariño y añoranza que sentían a distancia, un amor que por meses estaba prohibido para los adolescentes por el contagio. Recordaba que cuando mi esposo y yo, durante el noviazgo, por alguna razón tardábamos algunos días en no vernos, para mí era un verdadero calvario. Los jóvenes también sufrieron los perjuicios de esta medida sanitaria y quizá algunas de esas relaciones se hicieron más fuertes por la dura prueba de la separación. Había una joven pareja de vecinos a dos casas de la nuestra.

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Ella era de complexión delgada y él un hombre fornido. Era una pareja como todas con sus discusiones y sus reconciliaciones. Ambos trabajaban. Ella era sobrecargo de una aerolínea famosa y él era chef en un prestigioso restaurante de la ciudad. Al propagarse la pandemia y declarar estado de emergencia, él pasaba más tiempo en su casa y cuando comenzaron a cerrar los aeropuertos ella se quedó varada en Madrid, por lo que le tenían prohibido salir de la habitación de su hotel. Ella enfermó de Covid al grado de que fue hospitalizada de emergencia. Continuamente preguntábamos por la salud de su esposa pero él con el rostro cenizo y desencajado respondía negativamente, con la cabeza baja.

Ya no era aquel hombre fornido y sonriente que saludaba a los vecinos desde la puerta de su casa con su habitual cigarrillo entre los dedos, ahora era un hombre delgadísimo, irreconocible. Nos comentaba que deseaba con todas sus fuerzas ir a España a lado de ella pero las fronteras estaban cerradas y no podía hacer nada.

Se comunicaba con la compañera de su mujer varias veces al día, todos los días, pero siempre que colgaba el celular lloraba porque sabía que estaba grave, intubada y ni su amiga podía entrar a su habitación a verla a darle consuelo o por lo menos tomarla de la mano para que sintiera el calor de una mano conocida.

Sentía tal impotencia que ninguna palabra de aliento que le expresáramos le reconfortaba. Un día al salir de mi casa para regar el jardín me topé con otra de las vecinas conocidas quien me platicó que finalmente la esposa del chef había muerto en Madrid y que el marido había quedado devastado. No pudo tomar ningún avión para por lo menos, sepultarla.

"Cuando tardábamos algunos días en no vernos, para mí era un verdadero calvario". Foto. Cortesía

Tocamos a su puerta insistentemente, hasta después de varios minutos abrió. Se encontraba desaliñado y más delgado desde la última vez que lo vimos. Le llevamos algo de comer y le ofrecimos nuestras condolencias. Tratamos de dar apoyo y consuelo, sugerimos que fuera con un tanatólogo conocido. Nos agradeció con el rostro sombrío y cerró la puerta despacio con timidez. Después de esa visita pasaron dos horas y tuve que salir en el coche a recoger un encargo. La avenida se encontraba desértica por el confinamiento; las calles extrañaban el sonido de los cláxones, el ir y venir de las personas caminando por las banquetas o paradas esperando el autobús. Había quedado en el olvido aquella muchedumbre que antes se vislumbraba por toda la ciudad, dándole vida, ahora era sólo un recuerdo. Hacía calor, el ambiente se sentía sofocado y el cielo resplandecía por el tono azul del cielo el cual se encontraba más puro por la falta de contaminación a causa de la nula circulación de automóviles y camiones de carga. El semáforo me tocó en color rojo.

Frené con suavidad el coche. Me quité el cubrebocas por la falta de oxígeno, bajé la ventanilla y disminuí un poco el volumen de la música que escuchaba. De pronto en el puente peatonal observé la figura de una persona, un hombre que estaba escalando la barandilla y sin vacilar se tiró al vacío, su cuerpo inmediatamente quedó esparcido en el frío y gris pavimento de aquella avenida. Me quedé pasmada de la impresión, volteé para un lado y para el otro. Coches que iban pasando esquivaban el cuerpo que yacía ahí, inmóvil y con un charco de sangre bajo sus obscuros cabellos. Sus ropas y su complexión me parecieron conocidas ­¡Ay Dios mío! es mi vecino, el chef­ expresé en voz alta y con los ojos llenos de incredulidad. Pero ¿cómo era posible si acabábamos de hablar con él hace apenas un rato?

El estómago se me volteó de miedo. Las lágrimas no me salían de los ojos, estaban congeladas dentro de mi terrible conmoción. En ese momento llamé al 911, después a mi esposo para que viniera a acompañarme. Traté de detener los coches como pude y corrí a tratar de auxiliarlo pero era tarde, ya estaba muerto. Algunas personas detuvieron sus autos y se acercaron a ayudar y me preguntaban si acaso yo lo conocía. Se cubrían sus bocas con la mano sobre el cubrebocas.

Esperamos a que llegara la ambulancia y la policía; cuando al fin arribaron me hicieron algunas preguntas y se lo llevaron. Duró varias semanas la conmoción en mí y en mi familia, tratábamos de no hablar mucho de lo sucedido pero siempre salía el recuerdo a flote, era inevitable. Pobre muchacho, se suicidó de tal manera porque no pudo soportar la pérdida de su mujer y por no haberse podido despedir de su amada esposa. Fue una verdadera tragedia el deceso de aquel joven, tenía toda una vida de éxito por delante y la pandemia le arrebato todos sus sueños, su carrera, su futuro y al amor de su vida.Así como él, muchas parejas quedaron destruidas, pero también muchas personas fueron afectadas en su salud mental y emocional debido al Covid 19.

Continuará.

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