/ viernes 19 de julio de 2019

¿Vacaciones?


Acudí el pasado viernes al festival de fin de cursos de una escuela de Educación Especial, institución que ha cumplido ya varios años de dar servicio a la comunidad en la rehabilitación e integración familiar y social de personas con discapacidad intelectual. Dicha escuela se encuentra ubicada en el municipio de Tlaquepaque, allá por los confines de la avenida 8 de Julio, donde gracias a la pavimentación de las calles, la zona ha dejado de ser “el paraíso terregal”. La experiencia, como todos los años, ha estado cargada de paradojas. Alegrías extremas y tristezas internas confundidas en cortos espacios producen incontrolables sentimientos que al mismo tiempo que enriquecen, conmueven.

Quizás sólo inventando nuevos sentimientos podremos asistir a este tipo de eventos donde seres llenos de amor, de riqueza espiritual, de belleza interior, de esperanza, lloran desconsolados y se aferran a la mano de sus maestros: artesanos insustituibles de sus historias de vida, para que no los dejen ir a “vacaciones”. Recuerdo algo que dijo F. Kafka: “A pesar de las ilusiones, la verdad existe, pero la descubrimos tarde, por eso es trágica”. Cuando a la condición de discapacidad se suma la de la pobreza, la realidad asquea, niños y jóvenes con discapacidad que se recluyen en sus hogares largos y penosos días, dizque de vacaciones, que debido a las dolorosas condiciones económicas, sociales y familiares de sus padres y hermanos se ven obligados a recibir poca atención por infinitas causas justificables.

Asistir al festival de fin de cursos me ha servido para comprobar que el ser humano necesita aprender más del ADN de su alma. A las personas con discapacidad los hemos encerrado en círculos muy estrechos la visión social de la discapacidad sigue estando cargada de alta dosis de discriminación; no existen espacios de ocio y recreación adecuados y seguros para ellos. Por circunstancias ajenas a sus familias, ciertos hogares se convierten en escenarios de soledad lo que se traduce en síntomas de retroceso cuando regresan a clases al no vivir en ambientes llenos de estímulos.

Cuando presentaron sus diferentes cuadros artísticos, aparecieron los rostros llenos de felicidad, rostros de una expresión de gratificacion inenarrable. Fue entonces cuando pensé que si aprendiéramos a amarlos con la misma intensidad que ellos corresponden ese amor seguramente estuvieran mejor atendidos. Pero también pensé que la áspera realidad de su situación económica y cultural, y la indiferencia de gobierno y sociedad se ha traducido en la incapacidad para crearles un presente digno y un futuro mejor. Ha sido perturbador y complejo, interiormente hablando, el sentimiento recogido en el festival de fin de cursos. Sin embargo me he retirado del evento con un profundo sentimiento de satisfacción, quizás provocado por los poderes taumaturgicos que poseen los seres con discapacidad.


Acudí el pasado viernes al festival de fin de cursos de una escuela de Educación Especial, institución que ha cumplido ya varios años de dar servicio a la comunidad en la rehabilitación e integración familiar y social de personas con discapacidad intelectual. Dicha escuela se encuentra ubicada en el municipio de Tlaquepaque, allá por los confines de la avenida 8 de Julio, donde gracias a la pavimentación de las calles, la zona ha dejado de ser “el paraíso terregal”. La experiencia, como todos los años, ha estado cargada de paradojas. Alegrías extremas y tristezas internas confundidas en cortos espacios producen incontrolables sentimientos que al mismo tiempo que enriquecen, conmueven.

Quizás sólo inventando nuevos sentimientos podremos asistir a este tipo de eventos donde seres llenos de amor, de riqueza espiritual, de belleza interior, de esperanza, lloran desconsolados y se aferran a la mano de sus maestros: artesanos insustituibles de sus historias de vida, para que no los dejen ir a “vacaciones”. Recuerdo algo que dijo F. Kafka: “A pesar de las ilusiones, la verdad existe, pero la descubrimos tarde, por eso es trágica”. Cuando a la condición de discapacidad se suma la de la pobreza, la realidad asquea, niños y jóvenes con discapacidad que se recluyen en sus hogares largos y penosos días, dizque de vacaciones, que debido a las dolorosas condiciones económicas, sociales y familiares de sus padres y hermanos se ven obligados a recibir poca atención por infinitas causas justificables.

Asistir al festival de fin de cursos me ha servido para comprobar que el ser humano necesita aprender más del ADN de su alma. A las personas con discapacidad los hemos encerrado en círculos muy estrechos la visión social de la discapacidad sigue estando cargada de alta dosis de discriminación; no existen espacios de ocio y recreación adecuados y seguros para ellos. Por circunstancias ajenas a sus familias, ciertos hogares se convierten en escenarios de soledad lo que se traduce en síntomas de retroceso cuando regresan a clases al no vivir en ambientes llenos de estímulos.

Cuando presentaron sus diferentes cuadros artísticos, aparecieron los rostros llenos de felicidad, rostros de una expresión de gratificacion inenarrable. Fue entonces cuando pensé que si aprendiéramos a amarlos con la misma intensidad que ellos corresponden ese amor seguramente estuvieran mejor atendidos. Pero también pensé que la áspera realidad de su situación económica y cultural, y la indiferencia de gobierno y sociedad se ha traducido en la incapacidad para crearles un presente digno y un futuro mejor. Ha sido perturbador y complejo, interiormente hablando, el sentimiento recogido en el festival de fin de cursos. Sin embargo me he retirado del evento con un profundo sentimiento de satisfacción, quizás provocado por los poderes taumaturgicos que poseen los seres con discapacidad.

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