/ jueves 27 de junio de 2019

Un enemigo llamado sobreprotección

La naturaleza de nosotros los padres de hijos con algún tipo de discapacidad conlleva rasgos ciertamente preocupantes, entre uno de ellos, enemigo formidable a vencer, está la incómoda, peligrosa y elusiva tendencia a la sobreprotección.

Se trata quizás de un instinto defensivo desarrollado por los ejemplos, vividos y conocidos, de tantos casos en los que las personas con discapacidad viven al alcance de la maledicencia o bien sometidos a indiferencias de turbio origen y hasta de malignidades soterradas. Es una contundente realidad que su perenne estado de indefensión los hace seres de una fragilidad impresionante y peligrosa.

La semana pasada Martita, mi hija, un maravilloso ser con discapacidad intelectual, con una boca de sonrisa eterna, diáfana, fresca y con ese maravilloso don de agradecer todo favor, fue invitada, por una semana, a una casa de religiosas que se dedican a atender a personas de la tercera edad en condición de abandono. Martita expreso su intención de aceptar la invitación y para pronto apareció en mi un ligero pero perceptible sentimiento perturbador, que por momentos se hacía desproporcionado, exorbitante diría yo; angustias sin sustento manifestadas de una manera brutal.

Pronto entendí que, situado en lugares recónditos de la mente, parte del complicado genoma de la discapacidad, se almacena la ineludible certeza de su vulnerabilidad, realidad insoslayable, que nos provoca monumentales temores al desamparo, al sufrimiento, al dolor sin consuelo y hasta la agresión física. Al mismo tiempo que luchaba contra estos terribles fantasmas estaba convencido de los enormes beneficios que representan estas escasas y generosas oportunidades, saber que son la ocasión de eliminar un puñado de prejuicios: desconfianza, temor, inseguridad, pero sobre todo poder constatar que existen personas de generosidad congénita y crónica.

Con equipaje en mano partió Martita hacia Arandas, convencido, contento, resignado, pero lo confieso, francamente preocupado, le di un largo beso en la mejilla con la certeza, eso si, que para ella, como para todos las personas con discapacidad, es bienvenido todo lo que les ayuda a romper su obligada rutina. Me hacia el firme propósito de dejarla que gozara unas vacaciones liberadoras para ella ajenas a sentimientos de culpa para mi.

A lo largo de la semana vencí el deseo de llamar por teléfono para preguntar por mi hija. Como agua que se escapa de las manos transcurrió la semana, ha vuelto Martita, feliz, plena, sin el menor signo de ansiedad, al verla y abrazarla me hice una pregunta que no pude responder: ¿habré vencido ese inclemente y arrasador desasosiego que produce la tendencia a la sobreprotección? No lo sabré hasta que la siguiente oportunidad se presente.

La naturaleza de nosotros los padres de hijos con algún tipo de discapacidad conlleva rasgos ciertamente preocupantes, entre uno de ellos, enemigo formidable a vencer, está la incómoda, peligrosa y elusiva tendencia a la sobreprotección.

Se trata quizás de un instinto defensivo desarrollado por los ejemplos, vividos y conocidos, de tantos casos en los que las personas con discapacidad viven al alcance de la maledicencia o bien sometidos a indiferencias de turbio origen y hasta de malignidades soterradas. Es una contundente realidad que su perenne estado de indefensión los hace seres de una fragilidad impresionante y peligrosa.

La semana pasada Martita, mi hija, un maravilloso ser con discapacidad intelectual, con una boca de sonrisa eterna, diáfana, fresca y con ese maravilloso don de agradecer todo favor, fue invitada, por una semana, a una casa de religiosas que se dedican a atender a personas de la tercera edad en condición de abandono. Martita expreso su intención de aceptar la invitación y para pronto apareció en mi un ligero pero perceptible sentimiento perturbador, que por momentos se hacía desproporcionado, exorbitante diría yo; angustias sin sustento manifestadas de una manera brutal.

Pronto entendí que, situado en lugares recónditos de la mente, parte del complicado genoma de la discapacidad, se almacena la ineludible certeza de su vulnerabilidad, realidad insoslayable, que nos provoca monumentales temores al desamparo, al sufrimiento, al dolor sin consuelo y hasta la agresión física. Al mismo tiempo que luchaba contra estos terribles fantasmas estaba convencido de los enormes beneficios que representan estas escasas y generosas oportunidades, saber que son la ocasión de eliminar un puñado de prejuicios: desconfianza, temor, inseguridad, pero sobre todo poder constatar que existen personas de generosidad congénita y crónica.

Con equipaje en mano partió Martita hacia Arandas, convencido, contento, resignado, pero lo confieso, francamente preocupado, le di un largo beso en la mejilla con la certeza, eso si, que para ella, como para todos las personas con discapacidad, es bienvenido todo lo que les ayuda a romper su obligada rutina. Me hacia el firme propósito de dejarla que gozara unas vacaciones liberadoras para ella ajenas a sentimientos de culpa para mi.

A lo largo de la semana vencí el deseo de llamar por teléfono para preguntar por mi hija. Como agua que se escapa de las manos transcurrió la semana, ha vuelto Martita, feliz, plena, sin el menor signo de ansiedad, al verla y abrazarla me hice una pregunta que no pude responder: ¿habré vencido ese inclemente y arrasador desasosiego que produce la tendencia a la sobreprotección? No lo sabré hasta que la siguiente oportunidad se presente.

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