/ sábado 28 de abril de 2018

Nuestros tres jóvenes, el dolor y el lucro

La muerte de un ser humano nos lástima, porque vamos muriendo en cada uno de ellos. Ernest Hemingway dice: Por quien doblan las campanas, basado en John Donne que en su poema lo explica, “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti…” porque en cada ser humano que muere, también muere una parte de nosotros mismos. A quien pierde un cónyuge se les nombra viudos.

Quien pierde sus padres se les nombra huérfanos, quien pierde un hijo, no se le nombra de ningún modo, porque perder un hijo no tiene nombre. Los tres jóvenes asesinados, nos lastiman a los jaliscienses, a los mexicanos, a todos los seres humanos, más cuando sabemos y descubren que después de asesinados han sido desintegrados. Hay cosas que por increíbles y dolorosas que parezcan, son, no podemos cambiarlas, los sicólogos dicen que debemos vivir nuestros duelos, que éstos se componen de varios pasos, primero la negación, nos resistimos a aceptar la realidad, la negamos, buscamos razones para convencernos de que no es cierto, pero la realidad nos aplasta hasta rasgarnos, descarnada, inmisericorde, cruel, canalla sin compasión, cabrona como es la muerte y, luego, nos sentimos culpables o culpamos a otros, exigimos justicia, venganza, clamamos castigo, pero no es suficiente, el dolor que sentimos es tan grande tan descomunal que no basta acusar a uno o encontrar culpables, nuestro dolor es enorme, tan inmenso, tan inconmensurable, que no basta con un culpable ¡no! ¡Claro que no! Seríamos capaces de amontonar cadáveres, muchos, los más que se puedan para que cubran nuestra desgracia, culpamos a todos, al gobierno, a la policía, a todos, como si eso nos devolviera al ser querido que hemos perdido, no es nuestra culpa, así somos, así es la naturaleza humana ante la fatalidad del dolor.

Después de la culpa nos convencemos de que todo es inútil y aceptamos esa realidad brutal, nos derrumbamos, quisiéramos verlos, acariciarlos, despedirnos, darles sepultura y al menos saber a donde dirigir nuestro dolor, nuestras lágrimas, nuestro amor desconsolado, un lugar, un sepulcro, una piedra, un mármol, algo, un referente que nos evoque el recuerdo, un lugar donde rezar, donde llorar, donde gritar, donde escarbar la tierra a dentelladas de rabia desbordada para regresarlos a la vida, pero no, ni eso, hasta eso nos quitaron, cuanta crueldad humana, cuanta maldad, maldecimos nuestra suerte y a nuestro verdugo ¿cómo fue capaz de tan infausto crimen? Con tanta saña, como se atrevió, que madre los parió, que hiena los trajo al mundo, sólo para causarnos tanto mal, la sociedad está agraviada. Y luego, la resignación, el consuelo de que ya descansan, pero sólo pensarlo nos revive la rabia y la impotencia de no poder cambiar las cosas, gritamos, renegamos, nos revelamos, luego, después, silencio, absoluto silencio, evocamos sus voces, su recuerdo y, a regañadientes nos resignamos, nos consolamos sabiendo que no somos eternos y que un día estaremos con ellos, pero ¿cómo? ¿Dónde? si ni sus restos nos dejaron, luego Dios, sólo él, nos cuesta trabajo, resignarnos a ello, pensar que debemos hacerlo, antes de que se aprovechen quienes no lo sienten, y los usen para sus intereses políticos como a los 43 ó 60 o no sé cuántos. Como no sé quienes sean más canallas.


sadot16@hotmail.com

La muerte de un ser humano nos lástima, porque vamos muriendo en cada uno de ellos. Ernest Hemingway dice: Por quien doblan las campanas, basado en John Donne que en su poema lo explica, “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti…” porque en cada ser humano que muere, también muere una parte de nosotros mismos. A quien pierde un cónyuge se les nombra viudos.

Quien pierde sus padres se les nombra huérfanos, quien pierde un hijo, no se le nombra de ningún modo, porque perder un hijo no tiene nombre. Los tres jóvenes asesinados, nos lastiman a los jaliscienses, a los mexicanos, a todos los seres humanos, más cuando sabemos y descubren que después de asesinados han sido desintegrados. Hay cosas que por increíbles y dolorosas que parezcan, son, no podemos cambiarlas, los sicólogos dicen que debemos vivir nuestros duelos, que éstos se componen de varios pasos, primero la negación, nos resistimos a aceptar la realidad, la negamos, buscamos razones para convencernos de que no es cierto, pero la realidad nos aplasta hasta rasgarnos, descarnada, inmisericorde, cruel, canalla sin compasión, cabrona como es la muerte y, luego, nos sentimos culpables o culpamos a otros, exigimos justicia, venganza, clamamos castigo, pero no es suficiente, el dolor que sentimos es tan grande tan descomunal que no basta acusar a uno o encontrar culpables, nuestro dolor es enorme, tan inmenso, tan inconmensurable, que no basta con un culpable ¡no! ¡Claro que no! Seríamos capaces de amontonar cadáveres, muchos, los más que se puedan para que cubran nuestra desgracia, culpamos a todos, al gobierno, a la policía, a todos, como si eso nos devolviera al ser querido que hemos perdido, no es nuestra culpa, así somos, así es la naturaleza humana ante la fatalidad del dolor.

Después de la culpa nos convencemos de que todo es inútil y aceptamos esa realidad brutal, nos derrumbamos, quisiéramos verlos, acariciarlos, despedirnos, darles sepultura y al menos saber a donde dirigir nuestro dolor, nuestras lágrimas, nuestro amor desconsolado, un lugar, un sepulcro, una piedra, un mármol, algo, un referente que nos evoque el recuerdo, un lugar donde rezar, donde llorar, donde gritar, donde escarbar la tierra a dentelladas de rabia desbordada para regresarlos a la vida, pero no, ni eso, hasta eso nos quitaron, cuanta crueldad humana, cuanta maldad, maldecimos nuestra suerte y a nuestro verdugo ¿cómo fue capaz de tan infausto crimen? Con tanta saña, como se atrevió, que madre los parió, que hiena los trajo al mundo, sólo para causarnos tanto mal, la sociedad está agraviada. Y luego, la resignación, el consuelo de que ya descansan, pero sólo pensarlo nos revive la rabia y la impotencia de no poder cambiar las cosas, gritamos, renegamos, nos revelamos, luego, después, silencio, absoluto silencio, evocamos sus voces, su recuerdo y, a regañadientes nos resignamos, nos consolamos sabiendo que no somos eternos y que un día estaremos con ellos, pero ¿cómo? ¿Dónde? si ni sus restos nos dejaron, luego Dios, sólo él, nos cuesta trabajo, resignarnos a ello, pensar que debemos hacerlo, antes de que se aprovechen quienes no lo sienten, y los usen para sus intereses políticos como a los 43 ó 60 o no sé cuántos. Como no sé quienes sean más canallas.


sadot16@hotmail.com