/ miércoles 28 de agosto de 2024

No hemos aprendido de la historia

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX existía un gran descontento en los sistemas democráticos parlamentarios. Varios autores hicieron ver ese descontento en libros y artículos especializados, en donde se subrayaba los errores de la democracia.

En 1860, el sociólogo Herbert Spencer escribió: “si no se tomaban las precauciones debidas, a un aumento de la libertad aparente seguirá una disminución real”. En 1906, Georg Jellinek, uno de los juristas más importantes del siglo XX, advirtió sobre los riesgos del debilitamiento de las democracias parlamentarias. Señalaba que a pesar de que se había insistido sobre sus defectos y que su declive se había proclamado hasta la saciedad, no se había planteado su sustitución por instituciones más perfectas.

No obstante, él no consideraba que en el futuro se llegara a suprimir formalmente los sistemas democráticos parlamentarios. Era de la opinión de que una progresiva depreciación política de los parlamentos nunca resucitaría a los antiguos poderes absolutos del pasado: “Así como los ejércitos del futuro no combatirán de nuevo con arcos y flechas en lugar de con ametralladoras modernas, tampoco resucitará el autócrata absoluto de los siglos pasados”.

Jellinek se equivocó en sus predicciones y, muy por el contrario, a los pocos años, como se sabe, no solo resucitaron los gobiernos autoritarios, sino que tomaron expresiones totalitarias inimaginables. Unos años después aparecieron Mussolini, Hitler, Stalin, Mao Zedong, Franco, Fidel Castro, Pol Pot, Pinochet, Chávez, Maduro, entre otros gobernantes dictatoriales de derecha como de izquierda.

El descontento con la democracia fue el caldo de cultivo para los regímenes totalitarios. Jellinek nunca se imaginó que el descontento del pueblo fuera tal que se prefiriera desenterrar de los cimientos de la historia a los regímenes absolutistas. Hoy en día, ese descontento nos ha llevado a que la sociedad mexicana le concediera poderes prácticamente absolutos a López Obrador.

La sociedad mexicana se sintió excluida de los beneficios de la democracia liberal. Percibió que solo benefició a una clase privilegiada. López Orador supo vender perfectamente el sentir de la sociedad.

La división de poderes, los contrapesos, la transparencia, la independencia de los jueces, la discusión y el debate parlamentario, propios del Estado de derecho, fueron sustituidos por la concentración del poder, la aclamación, la unidad del pueblo, el decisionismo personal, que se vieron como necesarios para imponer una sola forma de pensar.

El riesgo de contar con una mayoría calificada en el congreso y un poder judicial subordinado nos conducirá, irremediablemente, al resurgimiento de un partido hegemónico similar o peor que el PRI de la década pasada, sin instituciones o mecanismos jurídicos que lo limiten. “Las fuerzas políticas reales, subrayaba Jellinek, operan según sus propias leyes que actúan independientemente de cualquier forma jurídica”.

Nos resulta difícil pensar que en pleno siglo XXI existan gobernantes que piensen perpetuarse en el poder. López Obrador no seguirá siendo presidente, pero claramente se convertirá en un Fouché (el genio tenebroso detrás del trono).

Hoy la frase quizá más famosa dentro de las ciencias políticas, escrita hace más de 270 años por el Barón de Montesquieu, debe ser recordada: “Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites […] Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”.


Integrante del Observatorio sobre Seguridad y Justicia del CUCSH y miembro del Sistema Nacional de Investigadores*

@jorgechaires

jchairesz@hotmail.com

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX existía un gran descontento en los sistemas democráticos parlamentarios. Varios autores hicieron ver ese descontento en libros y artículos especializados, en donde se subrayaba los errores de la democracia.

En 1860, el sociólogo Herbert Spencer escribió: “si no se tomaban las precauciones debidas, a un aumento de la libertad aparente seguirá una disminución real”. En 1906, Georg Jellinek, uno de los juristas más importantes del siglo XX, advirtió sobre los riesgos del debilitamiento de las democracias parlamentarias. Señalaba que a pesar de que se había insistido sobre sus defectos y que su declive se había proclamado hasta la saciedad, no se había planteado su sustitución por instituciones más perfectas.

No obstante, él no consideraba que en el futuro se llegara a suprimir formalmente los sistemas democráticos parlamentarios. Era de la opinión de que una progresiva depreciación política de los parlamentos nunca resucitaría a los antiguos poderes absolutos del pasado: “Así como los ejércitos del futuro no combatirán de nuevo con arcos y flechas en lugar de con ametralladoras modernas, tampoco resucitará el autócrata absoluto de los siglos pasados”.

Jellinek se equivocó en sus predicciones y, muy por el contrario, a los pocos años, como se sabe, no solo resucitaron los gobiernos autoritarios, sino que tomaron expresiones totalitarias inimaginables. Unos años después aparecieron Mussolini, Hitler, Stalin, Mao Zedong, Franco, Fidel Castro, Pol Pot, Pinochet, Chávez, Maduro, entre otros gobernantes dictatoriales de derecha como de izquierda.

El descontento con la democracia fue el caldo de cultivo para los regímenes totalitarios. Jellinek nunca se imaginó que el descontento del pueblo fuera tal que se prefiriera desenterrar de los cimientos de la historia a los regímenes absolutistas. Hoy en día, ese descontento nos ha llevado a que la sociedad mexicana le concediera poderes prácticamente absolutos a López Obrador.

La sociedad mexicana se sintió excluida de los beneficios de la democracia liberal. Percibió que solo benefició a una clase privilegiada. López Orador supo vender perfectamente el sentir de la sociedad.

La división de poderes, los contrapesos, la transparencia, la independencia de los jueces, la discusión y el debate parlamentario, propios del Estado de derecho, fueron sustituidos por la concentración del poder, la aclamación, la unidad del pueblo, el decisionismo personal, que se vieron como necesarios para imponer una sola forma de pensar.

El riesgo de contar con una mayoría calificada en el congreso y un poder judicial subordinado nos conducirá, irremediablemente, al resurgimiento de un partido hegemónico similar o peor que el PRI de la década pasada, sin instituciones o mecanismos jurídicos que lo limiten. “Las fuerzas políticas reales, subrayaba Jellinek, operan según sus propias leyes que actúan independientemente de cualquier forma jurídica”.

Nos resulta difícil pensar que en pleno siglo XXI existan gobernantes que piensen perpetuarse en el poder. López Obrador no seguirá siendo presidente, pero claramente se convertirá en un Fouché (el genio tenebroso detrás del trono).

Hoy la frase quizá más famosa dentro de las ciencias políticas, escrita hace más de 270 años por el Barón de Montesquieu, debe ser recordada: “Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites […] Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”.


Integrante del Observatorio sobre Seguridad y Justicia del CUCSH y miembro del Sistema Nacional de Investigadores*

@jorgechaires

jchairesz@hotmail.com