/ jueves 4 de abril de 2019

Mensajera de paz y amor


José Luis Cuéllar de Dios

Confieso, con cierto rubor, las dudas que me asaltan cuando decido publicar acerca de Martita mi hija, una chica que ha cumplido ya 40 años y que nació con discapacidad intelectual. Es cierto que con frecuencia se apodera de mí un incontrolable deseo de escribir acerca de ella, atiendo ese deseo y escribo - poco publico- lo que son meras reflexiones con un claro matiz personal. Asumo que escribir las experiencias vivídas a diario con mi hija se han convertido en una especie de salvífica terapia, terapia que como tal, según los especialistas de salud mental, en ocasiones es bueno compartir. Ahora lo hago, con ese cierto rubor, escudándome en el débil pretexto de su actual estado de salud y comparto con quienes se tropiecen con esta colaboración algunas de las experiencias que vivo con mi adorada hija Martita.

Primero que nada me pregunto si publicar estas modestas líneas obedecen a un acto de soberbia con frágil careta de aparente humildad: Contesto: más que soberbia me siento íntimamente orgulloso de tener una hija con discapacidad intelectual. El rubor, ya dos veces mencionado, quizás se deba a mi evidente incapacidad literaria para poder trasmitir todas las emociones que experimento en el trato mutuo con ella.


He llegado a pensar en una extraña, utópica pero mágica idea: que el mundo en que vivimos perteneciera a las personas con discapacidad intelectual

¿Porque escribo de Martita? Ya me lo he preguntado, ya me lo he contestado: qué padre no comparte con quien le rodea las virtudes que sus hijos tienen. Prolongación un tanto narcisista de nuestra ingénita naturaleza, dicen los que saben. Alimento espiritual, siempre sometido a dieta, decimos los que no sabemos. Convivir con Martita es participar del milagro de la ternura en toda su grandeza, es, por momentos, alejarse de ese frecuente y mal tufo que emana la llamada civilización gracias a la colaboración de nuestro dechado de defectos. En lógica correspondencia convivir con ella es participar de la bella cornucopia del ser humano: generosidad, sinceridad, humildad, verdad, amor, expresados y vividos de la manera más clara y transparente.

La vida con Martita, ha sido una extraña y única experiencia que ha viajado en su origen entre sombras, desolaciones y lamentos para luego convertirse por obra de su estado de gracia en una fabulosa y enriquecedora aventura. He llegado a pensar en una extraña, utópica pero mágica idea: que el mundo en que vivimos perteneciera a las personas con discapacidad intelectual y a los poetas.

Atrás quedaron aquellos válidos pero imposibles sueños de aspirar que Martita se incluyera en el mundo de nosotros. Sé que nunca su lenguaje le permitirá decir un ¡te quiero mucho papá!, pero la calidez con que me toma de la mano y expresa con un inconfundible y enfático tono: ¡pa! se convierte en la más total, iridiscente y magnifica manifestación de amor que pueda escuchar padre alguno.


José Luis Cuéllar de Dios

Confieso, con cierto rubor, las dudas que me asaltan cuando decido publicar acerca de Martita mi hija, una chica que ha cumplido ya 40 años y que nació con discapacidad intelectual. Es cierto que con frecuencia se apodera de mí un incontrolable deseo de escribir acerca de ella, atiendo ese deseo y escribo - poco publico- lo que son meras reflexiones con un claro matiz personal. Asumo que escribir las experiencias vivídas a diario con mi hija se han convertido en una especie de salvífica terapia, terapia que como tal, según los especialistas de salud mental, en ocasiones es bueno compartir. Ahora lo hago, con ese cierto rubor, escudándome en el débil pretexto de su actual estado de salud y comparto con quienes se tropiecen con esta colaboración algunas de las experiencias que vivo con mi adorada hija Martita.

Primero que nada me pregunto si publicar estas modestas líneas obedecen a un acto de soberbia con frágil careta de aparente humildad: Contesto: más que soberbia me siento íntimamente orgulloso de tener una hija con discapacidad intelectual. El rubor, ya dos veces mencionado, quizás se deba a mi evidente incapacidad literaria para poder trasmitir todas las emociones que experimento en el trato mutuo con ella.


He llegado a pensar en una extraña, utópica pero mágica idea: que el mundo en que vivimos perteneciera a las personas con discapacidad intelectual

¿Porque escribo de Martita? Ya me lo he preguntado, ya me lo he contestado: qué padre no comparte con quien le rodea las virtudes que sus hijos tienen. Prolongación un tanto narcisista de nuestra ingénita naturaleza, dicen los que saben. Alimento espiritual, siempre sometido a dieta, decimos los que no sabemos. Convivir con Martita es participar del milagro de la ternura en toda su grandeza, es, por momentos, alejarse de ese frecuente y mal tufo que emana la llamada civilización gracias a la colaboración de nuestro dechado de defectos. En lógica correspondencia convivir con ella es participar de la bella cornucopia del ser humano: generosidad, sinceridad, humildad, verdad, amor, expresados y vividos de la manera más clara y transparente.

La vida con Martita, ha sido una extraña y única experiencia que ha viajado en su origen entre sombras, desolaciones y lamentos para luego convertirse por obra de su estado de gracia en una fabulosa y enriquecedora aventura. He llegado a pensar en una extraña, utópica pero mágica idea: que el mundo en que vivimos perteneciera a las personas con discapacidad intelectual y a los poetas.

Atrás quedaron aquellos válidos pero imposibles sueños de aspirar que Martita se incluyera en el mundo de nosotros. Sé que nunca su lenguaje le permitirá decir un ¡te quiero mucho papá!, pero la calidez con que me toma de la mano y expresa con un inconfundible y enfático tono: ¡pa! se convierte en la más total, iridiscente y magnifica manifestación de amor que pueda escuchar padre alguno.

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