/ lunes 4 de octubre de 2021

Laicidad y Estado de Derecho

Si pudiéramos definir de manera muy simple lo que es la laicidad, podríamos decir que es un orden social en el que las instituciones políticas están legitimadas por la soberanía popular y no por pautas religiosas. Es decir, el poder político no está legitimado ni asociado a la divinidad sino a la ciudadanía, un concepto que va más allá de las identidades religiosas.

La laicidad se basa en la separación de las iglesias (en plural, referente a todos los credos) y el Estado pues reconoce que existen multiplicidad de opciones de conciencia pero que son particulares y que ninguna debe imponerse sobre la otra sino que debe garantizarse el respeto entre y hacia las mismas. Si bien se entiende que cada persona es libre de adherirse (o no) a cualquier confesión u opción espiritual y la serie de creencias que ello supone, también sostiene que los asuntos de fe pertenecen a la esfera privada y no al orden público, por lo que no se debe imponer una visión particular del mundo y de lo que está bien o mal al resto de la población.

Invariablemente cuando nos referimos a la laicidad terminamos haciendo alusión al Estado de Derecho y a la democracia porque la dirección que toma la discusión se relaciona con establecer mínimos jurídicos y legales que desembocan en la visibilización, reconocimiento y protección la pluralidad, lo que deriva en formas de organización más horizontales, más igualitarias, más democráticas.

Pese a una centenaria tradición laica en México, la insistencia de algunas confesiones religiosas por incidir en el ámbito público mediante mecanismos de presión ha sido una constante que prevalece hasta nuestros días. Uno de los grandes artificios utilizados para supeditar el marco legal de nuestro país a sus concepciones sobre temas como la familia, el matrimonio y el inicio y el fin de la vida, se relaciona con el uso indebido y la tergiversación de los derechos humanos, pues más que entenderlos y emplearlos acorde a la concepción del derecho internacional, intenta ceñirlos a la concepción propia de sus estatutos de fé, lo que desemboca en una constante lucha por redefinir conceptos y derechos básicos, tales como la libertad.

En el ámbito local, durante los últimos días atestiguamos dos acontecimientos relacionados con las intromisiones de actores religiosos en asuntos públicos: las predecibles marchas en contra del derecho a decidir de las mujeres, indudablemente ligadas a la organización eclesiástica y la sorpresiva resolución por parte del TEPJF de anular las elecciones de Tlaquepaque debido a la intromisión del ex cardenal mediante declaraciones a sus feligreses que les persuadían sobre la emisión de su voto.

Es preocupante la obstinada intención de ciertos actores religiosos por conducir los asuntos públicos, no solamente porque al conseguirlo se obliga a creyentes y no creyentes a limitar sus derechos, opciones y decisiones de vida a un esquema sumamente acotado y reducido, sino porque además criminaliza, penaliza y estigmatiza a las formas de pensar divergentes. La protección al Estado laico protege la democracia, la pluralidad, la diversidad, la igualdad y la justicia, en suma, los derechos humanos y las condiciones para vivir una vida más digna.

* Vicepresidenta de Hagamos

Si pudiéramos definir de manera muy simple lo que es la laicidad, podríamos decir que es un orden social en el que las instituciones políticas están legitimadas por la soberanía popular y no por pautas religiosas. Es decir, el poder político no está legitimado ni asociado a la divinidad sino a la ciudadanía, un concepto que va más allá de las identidades religiosas.

La laicidad se basa en la separación de las iglesias (en plural, referente a todos los credos) y el Estado pues reconoce que existen multiplicidad de opciones de conciencia pero que son particulares y que ninguna debe imponerse sobre la otra sino que debe garantizarse el respeto entre y hacia las mismas. Si bien se entiende que cada persona es libre de adherirse (o no) a cualquier confesión u opción espiritual y la serie de creencias que ello supone, también sostiene que los asuntos de fe pertenecen a la esfera privada y no al orden público, por lo que no se debe imponer una visión particular del mundo y de lo que está bien o mal al resto de la población.

Invariablemente cuando nos referimos a la laicidad terminamos haciendo alusión al Estado de Derecho y a la democracia porque la dirección que toma la discusión se relaciona con establecer mínimos jurídicos y legales que desembocan en la visibilización, reconocimiento y protección la pluralidad, lo que deriva en formas de organización más horizontales, más igualitarias, más democráticas.

Pese a una centenaria tradición laica en México, la insistencia de algunas confesiones religiosas por incidir en el ámbito público mediante mecanismos de presión ha sido una constante que prevalece hasta nuestros días. Uno de los grandes artificios utilizados para supeditar el marco legal de nuestro país a sus concepciones sobre temas como la familia, el matrimonio y el inicio y el fin de la vida, se relaciona con el uso indebido y la tergiversación de los derechos humanos, pues más que entenderlos y emplearlos acorde a la concepción del derecho internacional, intenta ceñirlos a la concepción propia de sus estatutos de fé, lo que desemboca en una constante lucha por redefinir conceptos y derechos básicos, tales como la libertad.

En el ámbito local, durante los últimos días atestiguamos dos acontecimientos relacionados con las intromisiones de actores religiosos en asuntos públicos: las predecibles marchas en contra del derecho a decidir de las mujeres, indudablemente ligadas a la organización eclesiástica y la sorpresiva resolución por parte del TEPJF de anular las elecciones de Tlaquepaque debido a la intromisión del ex cardenal mediante declaraciones a sus feligreses que les persuadían sobre la emisión de su voto.

Es preocupante la obstinada intención de ciertos actores religiosos por conducir los asuntos públicos, no solamente porque al conseguirlo se obliga a creyentes y no creyentes a limitar sus derechos, opciones y decisiones de vida a un esquema sumamente acotado y reducido, sino porque además criminaliza, penaliza y estigmatiza a las formas de pensar divergentes. La protección al Estado laico protege la democracia, la pluralidad, la diversidad, la igualdad y la justicia, en suma, los derechos humanos y las condiciones para vivir una vida más digna.

* Vicepresidenta de Hagamos