/ jueves 13 de agosto de 2020

La guerra del agua

Desde principios del siglo pasado el mexicano Andrés Molina Enriquez, quien influyó en varios revolucionarios hasta la muerte de éste en 1940, pudo ver reflejada su opinión del agua en beneficio de la producción agraria a través de Venustiano Carranza y la Constitución de 1917, de la cual se deriva hasta nuestros días, la actual Ley Federal de Aguas Nacionales.

En este precepto Constitucional se otorga la administración de las aguas nacionales al presidente de la República, es decir, la política relativa al usufructo, reparto equitativo y el cuidado ecológico de las aguas superficiales son responsabilidad principalmente del ejecutivo federal que, sin embargo, debe coordinar ese cuidado en los tres niveles de gobierno y principalmente en los ayuntamientos municipales cuya responsabilidad, al respecto, es el tratamiento de las aguas residuales aún cuando la administración de la infraestructura para su extracción y reparto lo ejerza la autoridad del estado local.

A ese intrincado Marco Normativo se deben agregar los acuerdos internacionales cuando un afluente llega a compartir el territorio de una o varias naciones, como fue el caso del Danubio en Europa, el Amazonas en Sudamérica o el Río Bravo en la frontera norte con los Estados Unidos de América. Cuya colindancia ha sido desfavorable para México a lo largo de la historia de ambas naciones.

En ese contexto histórico hemos aprendido, como mexicanos y de la cultura global, la importancia del agua no sólo para la vida sino para la sustentabilidad del desarrollo y, por lo tanto, peligroso para nuestro país. Por varias razones.

En primer lugar, todos los niveles de gobierno y ciudadanos hemos visto con poca atingencia la desecación de vasos lacustres que van desde el Valle de México con Porfirio Díaz, hasta ríos entubados como el Río San Juan de Dios y sus afluentes en el Valle de Atemajac y el Área Metropolitana de Guadalajara.

En segundo lugar, en lugar de diseñar y construir sistemas de captación de aguas negras, las hemos vertido en los otrora afluentes y vasos cristalinos, como es el caso de la Cuenca Lerma-Santiago-Chapala-Pacífico que, no obstante ser la más grande y productiva del territorio nacional, se vierten aguas negras y residuales de la industria peletera en Guanajuato, porcícola en Michoacán e industrial en Jalisco con metales y residuos tóxicos capaces de generar la muerte por su paso, como es el caso del río Santiago por el municipio de El Salto y las aguas de utilización doméstica en la Riviera del Lago de Chapala, particularmente en Poncitlán Jalisco con la estadística de cientos de personas muertas o enfermas de enfermedades renales relacionadas con el consumo de agua contaminada.

Es decir que de no transitar hacia las políticas públicas para reconocer el derecho humano al agua, no podremos hablar nunca del inicio de un derrotero hacia el verdadero desarrollo.

De no reconvertir la educación social para el cuidado del agua y su aprovechamiento, desde la educación escolar y el ejercicio gubernamental para la construcción de infraestructura para la captación de aguas pluviales, nuestro destino no es incierto, sino un fracaso previsible.

Por lo anterior, es deducible que las guerras del agua han estado constantes en la civilización e, inevitablemente, se van a seguir presentando de manera territorial, supranacional o incluso de baja intensidad pero al final, Guerra del Agua.

carlosm_orozco@hotmail.com

Desde principios del siglo pasado el mexicano Andrés Molina Enriquez, quien influyó en varios revolucionarios hasta la muerte de éste en 1940, pudo ver reflejada su opinión del agua en beneficio de la producción agraria a través de Venustiano Carranza y la Constitución de 1917, de la cual se deriva hasta nuestros días, la actual Ley Federal de Aguas Nacionales.

En este precepto Constitucional se otorga la administración de las aguas nacionales al presidente de la República, es decir, la política relativa al usufructo, reparto equitativo y el cuidado ecológico de las aguas superficiales son responsabilidad principalmente del ejecutivo federal que, sin embargo, debe coordinar ese cuidado en los tres niveles de gobierno y principalmente en los ayuntamientos municipales cuya responsabilidad, al respecto, es el tratamiento de las aguas residuales aún cuando la administración de la infraestructura para su extracción y reparto lo ejerza la autoridad del estado local.

A ese intrincado Marco Normativo se deben agregar los acuerdos internacionales cuando un afluente llega a compartir el territorio de una o varias naciones, como fue el caso del Danubio en Europa, el Amazonas en Sudamérica o el Río Bravo en la frontera norte con los Estados Unidos de América. Cuya colindancia ha sido desfavorable para México a lo largo de la historia de ambas naciones.

En ese contexto histórico hemos aprendido, como mexicanos y de la cultura global, la importancia del agua no sólo para la vida sino para la sustentabilidad del desarrollo y, por lo tanto, peligroso para nuestro país. Por varias razones.

En primer lugar, todos los niveles de gobierno y ciudadanos hemos visto con poca atingencia la desecación de vasos lacustres que van desde el Valle de México con Porfirio Díaz, hasta ríos entubados como el Río San Juan de Dios y sus afluentes en el Valle de Atemajac y el Área Metropolitana de Guadalajara.

En segundo lugar, en lugar de diseñar y construir sistemas de captación de aguas negras, las hemos vertido en los otrora afluentes y vasos cristalinos, como es el caso de la Cuenca Lerma-Santiago-Chapala-Pacífico que, no obstante ser la más grande y productiva del territorio nacional, se vierten aguas negras y residuales de la industria peletera en Guanajuato, porcícola en Michoacán e industrial en Jalisco con metales y residuos tóxicos capaces de generar la muerte por su paso, como es el caso del río Santiago por el municipio de El Salto y las aguas de utilización doméstica en la Riviera del Lago de Chapala, particularmente en Poncitlán Jalisco con la estadística de cientos de personas muertas o enfermas de enfermedades renales relacionadas con el consumo de agua contaminada.

Es decir que de no transitar hacia las políticas públicas para reconocer el derecho humano al agua, no podremos hablar nunca del inicio de un derrotero hacia el verdadero desarrollo.

De no reconvertir la educación social para el cuidado del agua y su aprovechamiento, desde la educación escolar y el ejercicio gubernamental para la construcción de infraestructura para la captación de aguas pluviales, nuestro destino no es incierto, sino un fracaso previsible.

Por lo anterior, es deducible que las guerras del agua han estado constantes en la civilización e, inevitablemente, se van a seguir presentando de manera territorial, supranacional o incluso de baja intensidad pero al final, Guerra del Agua.

carlosm_orozco@hotmail.com