/ martes 3 de agosto de 2021

Intolerancia y discurso de odio

“Las almas se conquistan por el amor de Dios, no por la fuerza”. Esta máxima apostólica describe cómo fue el trabajo de evangelización que se llevó a cabo en los inicios del auténtico cristianismo, en el siglo I de nuestra era. No se obligó a creer nunca a nadie; las personas que abrazaban esta religión “lo hacían como resultado de una convicción personal”, asevera Williston Walker en su libro Historia de la Iglesia Cristiana.

En aquel tiempo, de la mano de Cristo y sus apóstoles, la Iglesia primitiva experimentó un período de rápido crecimiento, en el que, a pesar de la oposición y de las adversidades, siempre se hizo presente el amor de Cristo Jesús, quien añadía cada día a su Iglesia a los que habían de ser salvos.

Esta forma de evangelizar y convencer con amor y no por la fuerza, comenzó a cambiar hacia mediados del siglo III, pero mayormente durante el siglo IV, cuando el emperador Constantino impuso por la fuerza el catolicismo a los habitantes del imperio, erradicando del mismo la antigua religión romana, que se caracterizaba por su exuberante politeísmo, esto debido a que los romanos adoptaban por doquier las diferentes deidades de los territorios que conquistaban, con el propósito de que las creencias religiosas no representaran problema alguno para la estabilidad y unidad del imperio.

Para entonces, Constantino el Grande ya no era el que había sido en el pasado. Lo digo porque este emperador había sido el primero en poner fin a la persecución de los cristianos y establecer la libertad de culto al cristianismo, lo mismo que a las demás religiones establecidas a lo largo y ancho del imperio, sobre todo a partir del concilio de Nicea, que fue la asamblea ecuménica que declaró dogma de fe la divinidad de Cristo, negada con argumentos sólidos por Arrio de Alejandría y sus seguidores.

La intolerancia religiosa comenzó a perseguir a partir de entonces a quienes cuestionaban el dogma católico, incurriendo ipso facto en excomunión. Arrio de Alejandría fue expulsado de la iglesia en el año 325 d. C., y su doctrina (el arrianismo) fue declarada herejía y perseguida.

En aquel tiempo, el catolicismo tuvo en el arrianismo y en el maniqueísmo a dos rivales serios y de cuidado, pero sobre todo en este último, cuya “difusión en el imperio fue rápida y absorbió no sólo a muchos seguidores del mitraísmo, sino a los restos de las sectas cristianas gnósticas y de otras herejías anteriores”, refiere Walker.

Karlheinz Deschner apunta en su obra Historia Criminal del Cristianismo (Tomo III): “El Papa [León I] persiguió a los maniqueos desde el 443 con un talante casi inquisitorial”. Añade el citado autor que el papa no hallaba en el maniqueísmo nada bueno y que pudiera ser tolerado, pues al propio Mani llegó a calificarlo como “embaucador de desdichados”.

Esta intolerancia religiosa se manifestó de manera persistente a lo largo de la Edad Media contra los grupos opositores al catolicismo, y especialmente de manera sanguinaria contra los albigenses, contra quien lanzó una sanguinaria cruzada. Carl Gustav Grimberg, en su obra Historia universal: La época ojival sostiene que la cruzada antialbigense “degeneró en correría de matanzas, saqueos y destrucciones, bastante peor que las “razzias” musulmanas…”.

Otras acciones intolerantes de dicho periodo histórico fueron las cruzadas contra los musulmanes, convocada la primera de ellas al grito de “Dios lo quiere” en el concilio de Clermont (1095), por el papa Urbano II, además del establecimiento de la inquisición, una institución eclesiástica y judicial que fue creada entre 1231 y 1244 por el papa Gregorio IX, para perseguir la herejía mediante métodos que de cristianos no tenían absolutamente nada.

De hecho, la intolerancia religiosa nunca ha desaparecido de este mundo, tampoco de nuestro tiempo y de nuestro país; sigue causando estragos en nuestros días y entorno, muy a pesar de la creación de leyes y de tratados internacionales de derechos humanos, así como del establecimiento de instituciones dedicadas a debilitar este ancestral flagelo.

En nuestro tiempo se manifiesta de manera frecuente a través de la desinformación, la intolerancia y el discurso de odio que circula en Internet y redes sociales, y que en no pocas ocasiones ha transitado de las palabras a los ataques de odio contra las minorías religiosas, poniendo en riesgo la integridad física de las personas.

Cuando hablo de discurso de odio me refiero a ese “conjunto de expresiones y comentarios de carácter injurioso o vejatorio que se dirigen contra los colectivos tenidos por socialmente vulnerables”. Regularmente, esta violencia verbal online se genera a partir de la información carente de ética que transmiten los medios de comunicación con el propósito de exacerbar el ánimo en redes sociales contra las minorías religiosas.

Twitter: @armayacastro

“Las almas se conquistan por el amor de Dios, no por la fuerza”. Esta máxima apostólica describe cómo fue el trabajo de evangelización que se llevó a cabo en los inicios del auténtico cristianismo, en el siglo I de nuestra era. No se obligó a creer nunca a nadie; las personas que abrazaban esta religión “lo hacían como resultado de una convicción personal”, asevera Williston Walker en su libro Historia de la Iglesia Cristiana.

En aquel tiempo, de la mano de Cristo y sus apóstoles, la Iglesia primitiva experimentó un período de rápido crecimiento, en el que, a pesar de la oposición y de las adversidades, siempre se hizo presente el amor de Cristo Jesús, quien añadía cada día a su Iglesia a los que habían de ser salvos.

Esta forma de evangelizar y convencer con amor y no por la fuerza, comenzó a cambiar hacia mediados del siglo III, pero mayormente durante el siglo IV, cuando el emperador Constantino impuso por la fuerza el catolicismo a los habitantes del imperio, erradicando del mismo la antigua religión romana, que se caracterizaba por su exuberante politeísmo, esto debido a que los romanos adoptaban por doquier las diferentes deidades de los territorios que conquistaban, con el propósito de que las creencias religiosas no representaran problema alguno para la estabilidad y unidad del imperio.

Para entonces, Constantino el Grande ya no era el que había sido en el pasado. Lo digo porque este emperador había sido el primero en poner fin a la persecución de los cristianos y establecer la libertad de culto al cristianismo, lo mismo que a las demás religiones establecidas a lo largo y ancho del imperio, sobre todo a partir del concilio de Nicea, que fue la asamblea ecuménica que declaró dogma de fe la divinidad de Cristo, negada con argumentos sólidos por Arrio de Alejandría y sus seguidores.

La intolerancia religiosa comenzó a perseguir a partir de entonces a quienes cuestionaban el dogma católico, incurriendo ipso facto en excomunión. Arrio de Alejandría fue expulsado de la iglesia en el año 325 d. C., y su doctrina (el arrianismo) fue declarada herejía y perseguida.

En aquel tiempo, el catolicismo tuvo en el arrianismo y en el maniqueísmo a dos rivales serios y de cuidado, pero sobre todo en este último, cuya “difusión en el imperio fue rápida y absorbió no sólo a muchos seguidores del mitraísmo, sino a los restos de las sectas cristianas gnósticas y de otras herejías anteriores”, refiere Walker.

Karlheinz Deschner apunta en su obra Historia Criminal del Cristianismo (Tomo III): “El Papa [León I] persiguió a los maniqueos desde el 443 con un talante casi inquisitorial”. Añade el citado autor que el papa no hallaba en el maniqueísmo nada bueno y que pudiera ser tolerado, pues al propio Mani llegó a calificarlo como “embaucador de desdichados”.

Esta intolerancia religiosa se manifestó de manera persistente a lo largo de la Edad Media contra los grupos opositores al catolicismo, y especialmente de manera sanguinaria contra los albigenses, contra quien lanzó una sanguinaria cruzada. Carl Gustav Grimberg, en su obra Historia universal: La época ojival sostiene que la cruzada antialbigense “degeneró en correría de matanzas, saqueos y destrucciones, bastante peor que las “razzias” musulmanas…”.

Otras acciones intolerantes de dicho periodo histórico fueron las cruzadas contra los musulmanes, convocada la primera de ellas al grito de “Dios lo quiere” en el concilio de Clermont (1095), por el papa Urbano II, además del establecimiento de la inquisición, una institución eclesiástica y judicial que fue creada entre 1231 y 1244 por el papa Gregorio IX, para perseguir la herejía mediante métodos que de cristianos no tenían absolutamente nada.

De hecho, la intolerancia religiosa nunca ha desaparecido de este mundo, tampoco de nuestro tiempo y de nuestro país; sigue causando estragos en nuestros días y entorno, muy a pesar de la creación de leyes y de tratados internacionales de derechos humanos, así como del establecimiento de instituciones dedicadas a debilitar este ancestral flagelo.

En nuestro tiempo se manifiesta de manera frecuente a través de la desinformación, la intolerancia y el discurso de odio que circula en Internet y redes sociales, y que en no pocas ocasiones ha transitado de las palabras a los ataques de odio contra las minorías religiosas, poniendo en riesgo la integridad física de las personas.

Cuando hablo de discurso de odio me refiero a ese “conjunto de expresiones y comentarios de carácter injurioso o vejatorio que se dirigen contra los colectivos tenidos por socialmente vulnerables”. Regularmente, esta violencia verbal online se genera a partir de la información carente de ética que transmiten los medios de comunicación con el propósito de exacerbar el ánimo en redes sociales contra las minorías religiosas.

Twitter: @armayacastro