/ martes 25 de diciembre de 2018

Intolerancia religiosa, una asignatura pendiente

La intolerancia religiosa es una práctica de nuestro tiempo y de todos los tiempos; de nuestro país y de todos los países del mundo. Es un mal que surge del dogmatismo intolerante y autoritario, así como del fundamentalismo fanático, sea éste islámico, católico o de cualquier religión que lo practique.

En el caso específico de México, se ha dicho y se sigue diciendo que somos un país de libertades para todos, incluso para las personas que profesan una religión distinta a la mayoritaria, así como para aquellas que no creen en nada.

La Constitución General de la República, la norma de mayor jerarquía en nuestro país establece en su artículo 24 que “toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado”.

Por su parte, la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, reglamentaria de las disposiciones constitucionales en materia de asociaciones, agrupaciones religiosas, iglesias y culto público, establece que el Estado Mexicano garantiza en favor del individuo, el siguiente derecho: “Tener o adoptar la creencia religiosa que más le agrade y practicar, en forma individual o colectiva, los actos de culto o ritos de su preferencia”.

A pesar de la contundencia de estos ordenamientos jurídicos, y de aquellos que han sido creados para combatir la discriminación en cualquiera de sus formas, en México prevalece aún la “cultura” de la intolerancia sobre la libertad de creencias y de culto. Prueba de ello es el acoso que en algunas regiones de nuestro país se ejerce sobre las personas que, en ejercicio de sus derechos y libertades, renuncian a su antigua fe para incorporarse a la religión de su agrado.

Lamentablemente, para los autores de estos ilícitos, la legislación nacional e internacional que salvaguarda los derechos del hombre es sólo letra muerta. Con base en lo anterior me atrevo a asegurar que no tenemos una libertad religiosa plena, pues, si la tuviéramos, podríamos profesar cualquier religión sin temor de ser perseguidos por los que consideran que en nuestro país sólo debería haber lugar para una Iglesia: la que a partir de 1519 impuso por la fuerza el catolicismo en México, la que predominó en los tres siglos del virreinato y en el México post independiente.

El propósito de la intolerancia religiosa, enemiga ancestral de la libertad de religión, es siempre el mismo: suscitar el acoso irracional que busca evitar el crecimiento de las minorías religiosas, a las que las personas y grupos intransigentes consideran indignas de existir, de crecer y de ser reconocidas como iguales ante la ley.

El problema es que hoy como en el pasado, la violencia contra los grupos religiosos minoritarios, por su forma de ser, de pensar y de creer, se observa en México como algo de poca gravedad, tanto así que las autoridades de gobierno minimizan o ignoran las denuncias de las minorías religiosas, a las que no les queda otra alternativa que sufrir silenciosamente, o huir de sus comunidades a otros lugares donde a veces encuentran la misma carga de intolerancia religiosa.

La naciente administración federal tiene mucho que hacer al respecto, por los males que la intolerancia y la discriminación religiosa han generado en el pasado, los que producen en nuestros días, y los que pueden ocasionar en el futuro. Por esta razón, considero obligado que las autoridades de gobierno apoyen decididamente en esta lucha a los organismos y personas que realizan esfuerzos para disminuir este penoso mal.

Me queda claro que lo ideal sería la supresión definitiva de toda expresión de intolerancia religiosa; sin embargo, los esfuerzos deben centrarse primeramente en debilitar estas indeseables prácticas, para buscar posteriormente la erradicación del fenómeno. Para conseguirlo es imperioso que la sociedad deje de ser espectadora del sufrimiento de las minorías y se involucre mediante la realización de esfuerzos que contribuyan a descartar de nuestro entorno la discriminación y la intolerancia por motivos religiosos.

El único valor capaz de lograr la convivencia social y suprimir la intolerancia es el respeto; lamentablemente, muchos de los que combaten la discriminación por motivos religiosos dedican gran parte de su tiempo a disertar sobre la tolerancia, y poco sobre el respeto, olvidando que este último es mejor que las incitaciones a ser tolerantes con la fe de los demás. El respeto absoluto es fundamental para que una sociedad conviva armónicamente, sin conflictos ni antagonismos que alteren la paz social.

La intolerancia religiosa es una práctica de nuestro tiempo y de todos los tiempos; de nuestro país y de todos los países del mundo. Es un mal que surge del dogmatismo intolerante y autoritario, así como del fundamentalismo fanático, sea éste islámico, católico o de cualquier religión que lo practique.

En el caso específico de México, se ha dicho y se sigue diciendo que somos un país de libertades para todos, incluso para las personas que profesan una religión distinta a la mayoritaria, así como para aquellas que no creen en nada.

La Constitución General de la República, la norma de mayor jerarquía en nuestro país establece en su artículo 24 que “toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado”.

Por su parte, la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, reglamentaria de las disposiciones constitucionales en materia de asociaciones, agrupaciones religiosas, iglesias y culto público, establece que el Estado Mexicano garantiza en favor del individuo, el siguiente derecho: “Tener o adoptar la creencia religiosa que más le agrade y practicar, en forma individual o colectiva, los actos de culto o ritos de su preferencia”.

A pesar de la contundencia de estos ordenamientos jurídicos, y de aquellos que han sido creados para combatir la discriminación en cualquiera de sus formas, en México prevalece aún la “cultura” de la intolerancia sobre la libertad de creencias y de culto. Prueba de ello es el acoso que en algunas regiones de nuestro país se ejerce sobre las personas que, en ejercicio de sus derechos y libertades, renuncian a su antigua fe para incorporarse a la religión de su agrado.

Lamentablemente, para los autores de estos ilícitos, la legislación nacional e internacional que salvaguarda los derechos del hombre es sólo letra muerta. Con base en lo anterior me atrevo a asegurar que no tenemos una libertad religiosa plena, pues, si la tuviéramos, podríamos profesar cualquier religión sin temor de ser perseguidos por los que consideran que en nuestro país sólo debería haber lugar para una Iglesia: la que a partir de 1519 impuso por la fuerza el catolicismo en México, la que predominó en los tres siglos del virreinato y en el México post independiente.

El propósito de la intolerancia religiosa, enemiga ancestral de la libertad de religión, es siempre el mismo: suscitar el acoso irracional que busca evitar el crecimiento de las minorías religiosas, a las que las personas y grupos intransigentes consideran indignas de existir, de crecer y de ser reconocidas como iguales ante la ley.

El problema es que hoy como en el pasado, la violencia contra los grupos religiosos minoritarios, por su forma de ser, de pensar y de creer, se observa en México como algo de poca gravedad, tanto así que las autoridades de gobierno minimizan o ignoran las denuncias de las minorías religiosas, a las que no les queda otra alternativa que sufrir silenciosamente, o huir de sus comunidades a otros lugares donde a veces encuentran la misma carga de intolerancia religiosa.

La naciente administración federal tiene mucho que hacer al respecto, por los males que la intolerancia y la discriminación religiosa han generado en el pasado, los que producen en nuestros días, y los que pueden ocasionar en el futuro. Por esta razón, considero obligado que las autoridades de gobierno apoyen decididamente en esta lucha a los organismos y personas que realizan esfuerzos para disminuir este penoso mal.

Me queda claro que lo ideal sería la supresión definitiva de toda expresión de intolerancia religiosa; sin embargo, los esfuerzos deben centrarse primeramente en debilitar estas indeseables prácticas, para buscar posteriormente la erradicación del fenómeno. Para conseguirlo es imperioso que la sociedad deje de ser espectadora del sufrimiento de las minorías y se involucre mediante la realización de esfuerzos que contribuyan a descartar de nuestro entorno la discriminación y la intolerancia por motivos religiosos.

El único valor capaz de lograr la convivencia social y suprimir la intolerancia es el respeto; lamentablemente, muchos de los que combaten la discriminación por motivos religiosos dedican gran parte de su tiempo a disertar sobre la tolerancia, y poco sobre el respeto, olvidando que este último es mejor que las incitaciones a ser tolerantes con la fe de los demás. El respeto absoluto es fundamental para que una sociedad conviva armónicamente, sin conflictos ni antagonismos que alteren la paz social.