/ jueves 9 de enero de 2020

Interrumpí la lectura varias veces

Hace 23 años, a mi segundo hijo, Jorge, le diagnosticaron una rara y fatal enfermedad: Hipertensión Pulmonar Primaria; sus arterias pulmonares poco a poco dejarían de funcionar provocando que su corazón trabajara en exceso hasta llegar a detenerse.

Residiendo en los Estados Unidos, específicamente en Birmingham Alabama, durante dos dolorosos y cruentos años Jorge libro una batalla heroica tratando de salir adelante hasta que finalmente, el 28 de Diciembre de 1996 murió en mis brazos después de una agonía de cinco horas, las más cortas sinuosas y laberínticas de mi vida. Mi hijo, en cambio, con toda lucidez, repetía una y otra vez que estaba perfectamente preparado para partir de este mundo.

Por razones largas y no fáciles de explicar, el recuerdo de tan inmensa tragedia es inevitable y es que cuando se muere un hijo se nos muere todos los días; pero abordarlo, escribirlo y compartirlo, si que es difícil entender, ¿auto conmiseración, desahogo, pellizco de vanidad por aparentar ser fuerte? no sé, no lo sé. ¿Porque escribir esta colaboración? no sé, no lo sé; si acaso tengo claro su origen: me habían recomendado un libro de la escritora y poeta colombiana Piedad Bonnett cuyo título “Lo que no tiene nombre”, nos da una idea del tema: la pérdida de su hijo Daniel de apenas 29 años.

Es una escalofriante narración de la experiencia más amarga de todas las experiencias. Lo leí en tres días cuando su contenido es para consumirlo en unas cuatro o cinco horas. La interrupción frecuente de la lectura resulto inevitable; de nuevo llanto en soledad, en cierto sentido burlón y desafiante, insondable tratar de entender por qué de nuevo afloran recuerdos tan presentes y tan vividos, como si Jorge se hubiera marchado apenas unos días antes.

Han pasado 23 años desde aquel cólico de asfixia que sentí ante el diagnostico de Jorge y la lectura de Piedad ratifica que la muerte de un hijo es la peor experiencia humana, soportarla es un milagro de Dios; no le encuentro explicación como se puede vivir esta cárcel mental con cadena perpetua que por momentos se llega a convertir en una tortuosa e insoportable esclavitud ¿resignación? es una palabra que riñe con la realidad. Cuando era adolescente escuche decir a un profesor que la presencia de un sacerdote en una familia garantiza el cielo a siete generaciones; me he preguntado frecuentemente cuantas generaciones tendrán la puerta del cielo abierta cuando un hijo se pierde para siempre. Termino con una invocación si, de arrebato y paroxismo: Dios: ¿me perdonarás todos mis pecados para quedar a mano?


Hace 23 años, a mi segundo hijo, Jorge, le diagnosticaron una rara y fatal enfermedad: Hipertensión Pulmonar Primaria; sus arterias pulmonares poco a poco dejarían de funcionar provocando que su corazón trabajara en exceso hasta llegar a detenerse.

Residiendo en los Estados Unidos, específicamente en Birmingham Alabama, durante dos dolorosos y cruentos años Jorge libro una batalla heroica tratando de salir adelante hasta que finalmente, el 28 de Diciembre de 1996 murió en mis brazos después de una agonía de cinco horas, las más cortas sinuosas y laberínticas de mi vida. Mi hijo, en cambio, con toda lucidez, repetía una y otra vez que estaba perfectamente preparado para partir de este mundo.

Por razones largas y no fáciles de explicar, el recuerdo de tan inmensa tragedia es inevitable y es que cuando se muere un hijo se nos muere todos los días; pero abordarlo, escribirlo y compartirlo, si que es difícil entender, ¿auto conmiseración, desahogo, pellizco de vanidad por aparentar ser fuerte? no sé, no lo sé. ¿Porque escribir esta colaboración? no sé, no lo sé; si acaso tengo claro su origen: me habían recomendado un libro de la escritora y poeta colombiana Piedad Bonnett cuyo título “Lo que no tiene nombre”, nos da una idea del tema: la pérdida de su hijo Daniel de apenas 29 años.

Es una escalofriante narración de la experiencia más amarga de todas las experiencias. Lo leí en tres días cuando su contenido es para consumirlo en unas cuatro o cinco horas. La interrupción frecuente de la lectura resulto inevitable; de nuevo llanto en soledad, en cierto sentido burlón y desafiante, insondable tratar de entender por qué de nuevo afloran recuerdos tan presentes y tan vividos, como si Jorge se hubiera marchado apenas unos días antes.

Han pasado 23 años desde aquel cólico de asfixia que sentí ante el diagnostico de Jorge y la lectura de Piedad ratifica que la muerte de un hijo es la peor experiencia humana, soportarla es un milagro de Dios; no le encuentro explicación como se puede vivir esta cárcel mental con cadena perpetua que por momentos se llega a convertir en una tortuosa e insoportable esclavitud ¿resignación? es una palabra que riñe con la realidad. Cuando era adolescente escuche decir a un profesor que la presencia de un sacerdote en una familia garantiza el cielo a siete generaciones; me he preguntado frecuentemente cuantas generaciones tendrán la puerta del cielo abierta cuando un hijo se pierde para siempre. Termino con una invocación si, de arrebato y paroxismo: Dios: ¿me perdonarás todos mis pecados para quedar a mano?


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