/ martes 17 de agosto de 2021

Fortalecer el Estado para afrontar la(s) crisis

Si algo nos ha quedado claro en estos casi dos años de pandemia han sido las limitaciones de los Estados para afrontar una crisis de tal magnitud, que azotó a todas las regiones del mundo y que hizo más visible e incuestionable uno de los grandes problemas civilizatorios que enfrentamos: la desigualdad. Vertiginosa, vergonzosa, voraz.

La pandemia resultó un acontecimiento que colapsó las dinámicas sociales, sanitarias, familiares, económicas, políticas, y en resumen, cada aspecto de nuestras vidas. Sin embargo, no es el único reto que enfrentaremos a corto plazo, pues otro enorme desafío que tenemos en la nariz es el cambio climático y sus consecuencias, como escasez de alimento, agua, temperaturas extremas e inundaciones,por nombrar algunas.

Parecieran asuntos que corresponden a esferas distintas pero que en última instancia tienen como arista común la subsistencia de millones de vidas. En gran medida, la forma en la que podemos hacerle frente a este tipo de amenazas depende de los recursos con los que contamos, es decir, de las herramientas que tenemos a nuestro alcance para minimizar y sortear estos efectos letales.

En otras palabras, entre menor sea el acceso a bienes y servicios, mayor el riesgo. Es por eso que el compromiso por proveerlos no solo debe ser gubernamental sino estatal, debe ser una constante en el tiempo y no una característica de las administraciones actuales.

Los bienes y servicios públicos deben ser de calidad porque son un igualador social, que en situaciones extremas como la actual, terminan siendo decisivos entre la vida y la muerte de las personas.

El compromiso social y humanitario por no dejar en el desamparo a millones de personas requiere de enormes esfuerzos y ajustes que permitan a los Estados invertir en ramos clave como salud, educación, gestión del agua y cuidado ambiental, seguridad alimentaria y habitacional.

Nos guste o no, el papel de los Estados sigue siendo decisivo en la actualidad y en un momento crítico plagado por la incertidumbre como el que ahora vivimos, las demandas que la población les exija, irán en aumento. La salida no debería ser pensada en términos de cómo reducir la responsabilidad estatal sino de cómo hacer que les sea posible construir soluciones puesto que en un mundo tan complejo e interconectado, si bien las acciones y esfuerzos individuales no pueden ser menospreciados en un sentido de consciencia y responsabilidad que nos hace partícipes y explicita nuestra politicidad, no podemos negar que estructural y sistémicamente existe una enorme muralla que deja claro que los cambios que de fondo pueden transformar la situación sobrepasan a las y los individuos.

Es decir, no dejaremos de reducir nuestro consumo de plásticos, combustibles, agua y optar por insumos cuya producción represente un menor impacto ecológico -decisión que además es necesario aclarar, está condicionada en gran medida de nuestras posibilidades económicas- pero es difícil que hacerlo tenga el mismo impacto que aquellas acciones que puedan hacer esas 100 empresas (casi todas dedicadas a la industria de hidrocarburos) que son responsables de más del 70% de las emisiones relacionadas al calentamiento global.

La gran lección respecto a lo anterior es que la lógica reduccionista que apuesta por un adelgazamiento estatal ha quedado demostrado como una estrategia insostenible, sobre todo en los países donde la capacidad económica individual y/o por hogar es evidentemente insuficiente para cubrir todas las necesidades que se requieren para la sobrevivencia y para una vida en condiciones dignas. La conclusión es que no solo no estamos listos para aspirar a un modelo en el que el Estado cada vez se haga menos cargo de solventar u ofrecer los servicios como salud, educación, y tantos otros que ya se mencionaron, sino que hacerlo, es sencillamente suicida.

* Vicepresidenta de Hagamos

Si algo nos ha quedado claro en estos casi dos años de pandemia han sido las limitaciones de los Estados para afrontar una crisis de tal magnitud, que azotó a todas las regiones del mundo y que hizo más visible e incuestionable uno de los grandes problemas civilizatorios que enfrentamos: la desigualdad. Vertiginosa, vergonzosa, voraz.

La pandemia resultó un acontecimiento que colapsó las dinámicas sociales, sanitarias, familiares, económicas, políticas, y en resumen, cada aspecto de nuestras vidas. Sin embargo, no es el único reto que enfrentaremos a corto plazo, pues otro enorme desafío que tenemos en la nariz es el cambio climático y sus consecuencias, como escasez de alimento, agua, temperaturas extremas e inundaciones,por nombrar algunas.

Parecieran asuntos que corresponden a esferas distintas pero que en última instancia tienen como arista común la subsistencia de millones de vidas. En gran medida, la forma en la que podemos hacerle frente a este tipo de amenazas depende de los recursos con los que contamos, es decir, de las herramientas que tenemos a nuestro alcance para minimizar y sortear estos efectos letales.

En otras palabras, entre menor sea el acceso a bienes y servicios, mayor el riesgo. Es por eso que el compromiso por proveerlos no solo debe ser gubernamental sino estatal, debe ser una constante en el tiempo y no una característica de las administraciones actuales.

Los bienes y servicios públicos deben ser de calidad porque son un igualador social, que en situaciones extremas como la actual, terminan siendo decisivos entre la vida y la muerte de las personas.

El compromiso social y humanitario por no dejar en el desamparo a millones de personas requiere de enormes esfuerzos y ajustes que permitan a los Estados invertir en ramos clave como salud, educación, gestión del agua y cuidado ambiental, seguridad alimentaria y habitacional.

Nos guste o no, el papel de los Estados sigue siendo decisivo en la actualidad y en un momento crítico plagado por la incertidumbre como el que ahora vivimos, las demandas que la población les exija, irán en aumento. La salida no debería ser pensada en términos de cómo reducir la responsabilidad estatal sino de cómo hacer que les sea posible construir soluciones puesto que en un mundo tan complejo e interconectado, si bien las acciones y esfuerzos individuales no pueden ser menospreciados en un sentido de consciencia y responsabilidad que nos hace partícipes y explicita nuestra politicidad, no podemos negar que estructural y sistémicamente existe una enorme muralla que deja claro que los cambios que de fondo pueden transformar la situación sobrepasan a las y los individuos.

Es decir, no dejaremos de reducir nuestro consumo de plásticos, combustibles, agua y optar por insumos cuya producción represente un menor impacto ecológico -decisión que además es necesario aclarar, está condicionada en gran medida de nuestras posibilidades económicas- pero es difícil que hacerlo tenga el mismo impacto que aquellas acciones que puedan hacer esas 100 empresas (casi todas dedicadas a la industria de hidrocarburos) que son responsables de más del 70% de las emisiones relacionadas al calentamiento global.

La gran lección respecto a lo anterior es que la lógica reduccionista que apuesta por un adelgazamiento estatal ha quedado demostrado como una estrategia insostenible, sobre todo en los países donde la capacidad económica individual y/o por hogar es evidentemente insuficiente para cubrir todas las necesidades que se requieren para la sobrevivencia y para una vida en condiciones dignas. La conclusión es que no solo no estamos listos para aspirar a un modelo en el que el Estado cada vez se haga menos cargo de solventar u ofrecer los servicios como salud, educación, y tantos otros que ya se mencionaron, sino que hacerlo, es sencillamente suicida.

* Vicepresidenta de Hagamos