/ viernes 1 de febrero de 2019

Epílogo

Ismael del Toro


Primera parte


Pasarían un par de días, en los que me alejé del teléfono y recurrí a la que siempre ha sido mi fortaleza: mi familia. Mi esposa Paty y mis hijas Ivanna y Andrea. Me sentía tranquilo con la decisión que había tomado y contaba con el apoyo de ellas. Sabía que tenía que hablar con quien había sido mi jefe político, mi compañero y amigo durante todos estos años, para explicarle mi decisión.

Nos reunimos a platicar. Conforme la plática se daba, me di cuenta de todo el camino que habíamos recorrido desde aquellos días de querer aprender a hacer política en los pasillos de la preparatoria. De esa historia que he narrado, y que, como muchas otras, es la historia de un grupo de mexicanos queriendo contribuir a su patria, a la construcción de la democracia en un país como el nuestro, tan necesitado de ella, de la verdadera política; no la que es sinónimo de corrupción, de mentiras, de dobleces, de la que hemos tenido tanto; no, sino la política que es también una posibilidad de hacer las cosas bien, para todos.

Y me di cuenta que no quería dejar de ser parte de esa historia. Que si bien en el camino podíamos cometer errores, si actúas con buena voluntad, puedes aprender de ellos y mejorar.

Así que aquí sigo, en ese camino. Sí quise dejar en claro, y Enrique coincidió conmigo, que si bien son importantes las estrategias de comunicación, el alfarismo, este movimiento naranja, es más que eso, necesariamente debe ser más que eso. Un hashtag, una canción, un spot, no puede ni debe sustituir la dignidad, la palabra, la responsabilidad y el compromiso. La comunicación tiene que seguir a lo política (en su mejor sentido), y no al revés. La experiencia recién vivida tendría que ser un recordatorio de ello.

El alfarismo no es ni ha sido nunca una moda de redes. Somos un grupo de ciudadanos, abierto, que en el ejercicio de sus derechos políticos, hemos aprovechado los instrumentos que la Constitución de nuestro país nos concede a todos los mexicanos, como son los partidos políticos, que están allí precisamente para eso, para estar al servicio de los ciudadanos y no viceversa, para llevar al gobierno los valores y aspiraciones que nos mueven.

En esta era en que se ha desvirtuado lo político, el sentido de ciudadano lo da la convicción de que se trabaja por la sociedad, y no por intereses oscuros e inconfesables. La política no es una asociación delictiva, una conjura para robar, para enriquecerse en tres o seis años, aunque así se haya deformado tantas y tantas veces, que así pareciera.

El verdadero sentido de lo político es también lo ciudadano. Después de todo, lo político y lo ciudadano tienen la misma raíz lingüística y conceptual, a saber, la polis de los griegos: el espacio público, el ágora que congregaba para la deliberación de lo común a la ciudad.

Democracia, política, palabras ellas centrales de nuestra vida pública y cuya traza al griego antiguo, al kratos (autoridad), demos (pueblo) y polis (comunidad), evidencian la deuda que nuestra civilización occidental cada vez más globalizada tiene con los antiguos griegos. De esas pocas decenas, casi un centenar de ciudades-estados que crecieron al amparo del cultivo de las aceitunas y el comercio en el Mediterráneo, a partir del año 650 a.C., un puñado de ellas, Tebas, Corinto, Argos, Esparta y Atenas, iniciaron un experimento inédito y cuya resonancia aún pervive. Desprendieron la autoridad de su fuente divina y la dotaron de su fuente humana.

Ismael del Toro


Primera parte


Pasarían un par de días, en los que me alejé del teléfono y recurrí a la que siempre ha sido mi fortaleza: mi familia. Mi esposa Paty y mis hijas Ivanna y Andrea. Me sentía tranquilo con la decisión que había tomado y contaba con el apoyo de ellas. Sabía que tenía que hablar con quien había sido mi jefe político, mi compañero y amigo durante todos estos años, para explicarle mi decisión.

Nos reunimos a platicar. Conforme la plática se daba, me di cuenta de todo el camino que habíamos recorrido desde aquellos días de querer aprender a hacer política en los pasillos de la preparatoria. De esa historia que he narrado, y que, como muchas otras, es la historia de un grupo de mexicanos queriendo contribuir a su patria, a la construcción de la democracia en un país como el nuestro, tan necesitado de ella, de la verdadera política; no la que es sinónimo de corrupción, de mentiras, de dobleces, de la que hemos tenido tanto; no, sino la política que es también una posibilidad de hacer las cosas bien, para todos.

Y me di cuenta que no quería dejar de ser parte de esa historia. Que si bien en el camino podíamos cometer errores, si actúas con buena voluntad, puedes aprender de ellos y mejorar.

Así que aquí sigo, en ese camino. Sí quise dejar en claro, y Enrique coincidió conmigo, que si bien son importantes las estrategias de comunicación, el alfarismo, este movimiento naranja, es más que eso, necesariamente debe ser más que eso. Un hashtag, una canción, un spot, no puede ni debe sustituir la dignidad, la palabra, la responsabilidad y el compromiso. La comunicación tiene que seguir a lo política (en su mejor sentido), y no al revés. La experiencia recién vivida tendría que ser un recordatorio de ello.

El alfarismo no es ni ha sido nunca una moda de redes. Somos un grupo de ciudadanos, abierto, que en el ejercicio de sus derechos políticos, hemos aprovechado los instrumentos que la Constitución de nuestro país nos concede a todos los mexicanos, como son los partidos políticos, que están allí precisamente para eso, para estar al servicio de los ciudadanos y no viceversa, para llevar al gobierno los valores y aspiraciones que nos mueven.

En esta era en que se ha desvirtuado lo político, el sentido de ciudadano lo da la convicción de que se trabaja por la sociedad, y no por intereses oscuros e inconfesables. La política no es una asociación delictiva, una conjura para robar, para enriquecerse en tres o seis años, aunque así se haya deformado tantas y tantas veces, que así pareciera.

El verdadero sentido de lo político es también lo ciudadano. Después de todo, lo político y lo ciudadano tienen la misma raíz lingüística y conceptual, a saber, la polis de los griegos: el espacio público, el ágora que congregaba para la deliberación de lo común a la ciudad.

Democracia, política, palabras ellas centrales de nuestra vida pública y cuya traza al griego antiguo, al kratos (autoridad), demos (pueblo) y polis (comunidad), evidencian la deuda que nuestra civilización occidental cada vez más globalizada tiene con los antiguos griegos. De esas pocas decenas, casi un centenar de ciudades-estados que crecieron al amparo del cultivo de las aceitunas y el comercio en el Mediterráneo, a partir del año 650 a.C., un puñado de ellas, Tebas, Corinto, Argos, Esparta y Atenas, iniciaron un experimento inédito y cuya resonancia aún pervive. Desprendieron la autoridad de su fuente divina y la dotaron de su fuente humana.