/ jueves 5 de septiembre de 2019

El sacerdote, aliado solidario

Uno de los muchos aspectos que han enturbiado y vuelto ilegible el tema de la discapacidad ha sido, y tal parece que aun lo es, el que se refiere al erróneo concepto, acompañado de una inadecuada semántica, para ubicarla en su justa y real condición. Esta falta de conocimiento, generado en la mayoría de los casos por la indiferencia –señaló, no acuso– ha sido, entre otras, una de las muchas razones por la que padecen abandono, discriminación e injusticias.

El pasado sábado asistí a misa en un templo católico de una colonia de clase media alta –que horrible término– oficio un joven sacerdote de voz templada y finos modales, su lenguaje se percibía generoso y sincero. Abordo en la homilía un tema interesante: la conveniencia de tener cercanía con personas que padecen algún tipo de enfermedad, situación inevitable que tarde o temprano todos podríamos enfrentar y de la que se puede obtener múltiples beneficios sobre todo en le terreno de la solidaridad.

Curiosamente puso como ejemplo de esta cercanía a los “retrasados mentales” a los que tenemos que acompañar como un acto de sacrificio. Me impresionaron dos aspectos: primero, el que aun se confunda la discapacidad intelectual con enfermedad, confusión de inconvenientes efectos y mas aun, que una persona con estudios en temas humanistas y humanitarios aun use la definición “retrasado mental” para referirse a ellos. Si bien en estricto sentido literal no existe ningún error, en la práctica el uso de este término se convirtió en despectivo, por lo que se ha luchado por desterrarlo. Discapacidad intelectual es el término acertado.

Confieso que vivir esta experiencia que además es relativa y desafortunadamente frecuente, es como vivir una suerte de pesadilla. Se vive, en el colectivo de la discapacidad, con la fundada ilusión de que la integración, tan indispensable como necesaria, debe ser una responsabilidad compartida. Lo menos que podemos hacer es procurar usar un lenguaje apropiado para referirnos a personas que solamente usan el lenguaje del corazón y sobre todo que son personas antes que nada.

En un país donde la mayoría de la población profesa la religión católica, aunque solo el diez por ciento de ellos asisten a misa, la figura del sacerdote tiene una gran responsabilidad en temas como el de la discapacidad. Para enfrentar el reto de la integración social de este colectivo de una manera justa y digna se debe tejer una gran red de complicidades y solidaridades alrededor de ella. Conceptualizarlos en su justa realidad es hacerlos próximos y comprendidos. Evitar referirse a ellos con diminutivos resulta igualmente inapropiado, los ciegos no son ni “ciegitos” mucho menos “invidentes” ¿o existen los videntes?

Por ultimo, respecto a que nos sacrificamos al estar con ellos, reitero con la mayor convicción que si alguien se sacrifica son ellos al estar esperando con admirable paciencia, tolerancia y humildad el tiempo de la justicia.

Uno de los muchos aspectos que han enturbiado y vuelto ilegible el tema de la discapacidad ha sido, y tal parece que aun lo es, el que se refiere al erróneo concepto, acompañado de una inadecuada semántica, para ubicarla en su justa y real condición. Esta falta de conocimiento, generado en la mayoría de los casos por la indiferencia –señaló, no acuso– ha sido, entre otras, una de las muchas razones por la que padecen abandono, discriminación e injusticias.

El pasado sábado asistí a misa en un templo católico de una colonia de clase media alta –que horrible término– oficio un joven sacerdote de voz templada y finos modales, su lenguaje se percibía generoso y sincero. Abordo en la homilía un tema interesante: la conveniencia de tener cercanía con personas que padecen algún tipo de enfermedad, situación inevitable que tarde o temprano todos podríamos enfrentar y de la que se puede obtener múltiples beneficios sobre todo en le terreno de la solidaridad.

Curiosamente puso como ejemplo de esta cercanía a los “retrasados mentales” a los que tenemos que acompañar como un acto de sacrificio. Me impresionaron dos aspectos: primero, el que aun se confunda la discapacidad intelectual con enfermedad, confusión de inconvenientes efectos y mas aun, que una persona con estudios en temas humanistas y humanitarios aun use la definición “retrasado mental” para referirse a ellos. Si bien en estricto sentido literal no existe ningún error, en la práctica el uso de este término se convirtió en despectivo, por lo que se ha luchado por desterrarlo. Discapacidad intelectual es el término acertado.

Confieso que vivir esta experiencia que además es relativa y desafortunadamente frecuente, es como vivir una suerte de pesadilla. Se vive, en el colectivo de la discapacidad, con la fundada ilusión de que la integración, tan indispensable como necesaria, debe ser una responsabilidad compartida. Lo menos que podemos hacer es procurar usar un lenguaje apropiado para referirnos a personas que solamente usan el lenguaje del corazón y sobre todo que son personas antes que nada.

En un país donde la mayoría de la población profesa la religión católica, aunque solo el diez por ciento de ellos asisten a misa, la figura del sacerdote tiene una gran responsabilidad en temas como el de la discapacidad. Para enfrentar el reto de la integración social de este colectivo de una manera justa y digna se debe tejer una gran red de complicidades y solidaridades alrededor de ella. Conceptualizarlos en su justa realidad es hacerlos próximos y comprendidos. Evitar referirse a ellos con diminutivos resulta igualmente inapropiado, los ciegos no son ni “ciegitos” mucho menos “invidentes” ¿o existen los videntes?

Por ultimo, respecto a que nos sacrificamos al estar con ellos, reitero con la mayor convicción que si alguien se sacrifica son ellos al estar esperando con admirable paciencia, tolerancia y humildad el tiempo de la justicia.

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