/ miércoles 25 de julio de 2018

De aquí a que yo muera

Nos gusta pensar en la historia como una línea recta y permanentemente ascendente, cuyo punto más alto es el presente; la época actual.

En muchos sentidos, puede considerarse así. En anteriores artículos he defendido la idea del progreso y cómo una persona promedio hoy tiene más comodidades, mejor comida y más expectativa de vida que un emperador de la Edad Media. El bienestar universal ha aumentado de manera constante durante siglos bajo parámetros de desarrollo humano material, tales como salud, educación, trabajo, libertad, violencia, mortandad infantil, igualdad y edad promedio.

Sin embargo, antes de echar a volar las campanas, consideremos tres asegunes.

Primero: Las estadísticas generales señalan un promedio, y no se aplican por igual y sin reservas a todas las personas o países. De hecho, la definición misma de promedio nos indica que existen países que han avanzado mucho; otros han avanzado poco y otros han retrocedido en términos de progreso y desarrollo.

La mayoría de los países del orbe avanzan, en términos materiales, de manera lenta pero constante. Al mismo tiempo, unos pocos destacan a través de avances o políticas que revolucionan el desarrollo; otros (también minoría, gracias a Dios) consiguen romper la tendencia a la mejora a través de políticas destructivas, guerras, regímenes déspotas, sistemas económicos o desastres naturales.

En el caso de México, soy optimista sobre el futuro. Tenemos los medios y el poder humano para seguir avanzando a pesar de los retos y los baches que hay en el camino.

Ser optimista, sin embargo, no significa ser ingenuo. Estamos muy a tiempo de aprender en cabeza ajena. Países hermanos y cercanos se encuentran en espirales de retroceso que será difícil revertir en corto plazo. Caminar hacia atrás es muy posible, si se permite. Por eso, la única forma de hacer vida el optimismo es trabajando, invirtiendo, apostando y preparándonos para lo que viene. El optimismo es una profecía autocumplida. O en palabras de Peter Druker: “la manera más sencilla de predecir el futuro es creándolo”.

Segundo: el desarrollo material no siempre acompaña al desarrollo humano, intelectual, moral y espiritual. Existen –lo sabemos- países desarrollados con altos índices de depresión, cuya realidad es la soledad, y sin sentido de trascendencia. Países ricos que confunden el bienestar con la felicidad, y que con ello persiguen de manera permanente un vacío que no logran llenar.

¿Podemos nosotros pensar en un futuro desarrollado y, además, humano? Estamos también a tiempo de aprender en cabeza ajena, y de diseñar un progreso cuyo costo no sea el valor de lo humano y la primacía de la verdad.

Tercero: las tendencias históricas no aseguran realidades futuras. El periodo registrado de historia es muy breve, y tendencias que parecen ser imparables por décadas o por siglos han demostrado ser capaces de desaparecer. Si un romano del siglo II hubiera estudiado la tendencia de los últimos cinco siglos, hubiera llegado a la conclusión de que para el siglo XX el 100% de la humanidad hablaría latín. Y estaría muy equivocado.

Creer que la línea de una tendencia sigue recta hacia el futuro es un error grave (de principiante) en el análisis del progreso, la política y la historia. Tomar decisiones asumiendo una tendencia perpetua es infantil y simplista. Ayer no es hoy. Y hoy no es mañana. Aunque las ideas son poderosas, más poderosa es la acción. Lo que hacemos, lo que construimos, lo que creamos, es lo único que es. Incluso lo que hoy “somos” dice poco de lo que seremos. El gordo puede ser flaco; el pobre, rico. Y nosotros podemos ser lo que decidamos.

Dicen que el primer paso es el más importante. No es cierto. Los mexicanos damos muchos primeros pasos, ponemos muchas primeras piedras. Ojalá pudiéramos poner más últimas.

La conclusión es ésta: no sabemos lo que el futuro depara. Tenemos en la mesa lo que hay en la mesa; pero la harina y el azúcar no se mezclan por sí solas. En el libro de nuestra historia, las páginas que siguen pueden ser doradas o grises; también pueden ser negras. En 50 años –de aquí a que yo muera- podemos ser Suiza, o podemos ser Pompeya. En estos momentos, ambas son igualmente posibles; ambas igualmente alcanzables.

De esta conclusión, cada quien saque sus propias tareas. Discutan en grupos de tres.

@franciscogpr

Nos gusta pensar en la historia como una línea recta y permanentemente ascendente, cuyo punto más alto es el presente; la época actual.

En muchos sentidos, puede considerarse así. En anteriores artículos he defendido la idea del progreso y cómo una persona promedio hoy tiene más comodidades, mejor comida y más expectativa de vida que un emperador de la Edad Media. El bienestar universal ha aumentado de manera constante durante siglos bajo parámetros de desarrollo humano material, tales como salud, educación, trabajo, libertad, violencia, mortandad infantil, igualdad y edad promedio.

Sin embargo, antes de echar a volar las campanas, consideremos tres asegunes.

Primero: Las estadísticas generales señalan un promedio, y no se aplican por igual y sin reservas a todas las personas o países. De hecho, la definición misma de promedio nos indica que existen países que han avanzado mucho; otros han avanzado poco y otros han retrocedido en términos de progreso y desarrollo.

La mayoría de los países del orbe avanzan, en términos materiales, de manera lenta pero constante. Al mismo tiempo, unos pocos destacan a través de avances o políticas que revolucionan el desarrollo; otros (también minoría, gracias a Dios) consiguen romper la tendencia a la mejora a través de políticas destructivas, guerras, regímenes déspotas, sistemas económicos o desastres naturales.

En el caso de México, soy optimista sobre el futuro. Tenemos los medios y el poder humano para seguir avanzando a pesar de los retos y los baches que hay en el camino.

Ser optimista, sin embargo, no significa ser ingenuo. Estamos muy a tiempo de aprender en cabeza ajena. Países hermanos y cercanos se encuentran en espirales de retroceso que será difícil revertir en corto plazo. Caminar hacia atrás es muy posible, si se permite. Por eso, la única forma de hacer vida el optimismo es trabajando, invirtiendo, apostando y preparándonos para lo que viene. El optimismo es una profecía autocumplida. O en palabras de Peter Druker: “la manera más sencilla de predecir el futuro es creándolo”.

Segundo: el desarrollo material no siempre acompaña al desarrollo humano, intelectual, moral y espiritual. Existen –lo sabemos- países desarrollados con altos índices de depresión, cuya realidad es la soledad, y sin sentido de trascendencia. Países ricos que confunden el bienestar con la felicidad, y que con ello persiguen de manera permanente un vacío que no logran llenar.

¿Podemos nosotros pensar en un futuro desarrollado y, además, humano? Estamos también a tiempo de aprender en cabeza ajena, y de diseñar un progreso cuyo costo no sea el valor de lo humano y la primacía de la verdad.

Tercero: las tendencias históricas no aseguran realidades futuras. El periodo registrado de historia es muy breve, y tendencias que parecen ser imparables por décadas o por siglos han demostrado ser capaces de desaparecer. Si un romano del siglo II hubiera estudiado la tendencia de los últimos cinco siglos, hubiera llegado a la conclusión de que para el siglo XX el 100% de la humanidad hablaría latín. Y estaría muy equivocado.

Creer que la línea de una tendencia sigue recta hacia el futuro es un error grave (de principiante) en el análisis del progreso, la política y la historia. Tomar decisiones asumiendo una tendencia perpetua es infantil y simplista. Ayer no es hoy. Y hoy no es mañana. Aunque las ideas son poderosas, más poderosa es la acción. Lo que hacemos, lo que construimos, lo que creamos, es lo único que es. Incluso lo que hoy “somos” dice poco de lo que seremos. El gordo puede ser flaco; el pobre, rico. Y nosotros podemos ser lo que decidamos.

Dicen que el primer paso es el más importante. No es cierto. Los mexicanos damos muchos primeros pasos, ponemos muchas primeras piedras. Ojalá pudiéramos poner más últimas.

La conclusión es ésta: no sabemos lo que el futuro depara. Tenemos en la mesa lo que hay en la mesa; pero la harina y el azúcar no se mezclan por sí solas. En el libro de nuestra historia, las páginas que siguen pueden ser doradas o grises; también pueden ser negras. En 50 años –de aquí a que yo muera- podemos ser Suiza, o podemos ser Pompeya. En estos momentos, ambas son igualmente posibles; ambas igualmente alcanzables.

De esta conclusión, cada quien saque sus propias tareas. Discutan en grupos de tres.

@franciscogpr

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