/ martes 15 de octubre de 2019

Bautismo en la Luz del Mundo


La doctrina cristiana que predica y practica la Iglesia La Luz del Mundo establece que el bautismo otorga perdón de pecados a los creyentes, además de ser un significativo paso de fe y obediencia.

El bautismo tiene un significado de vida y de muerte. Significa morir a la pasada manera de vivir, y nacer a una vida nueva. Así lo enseña el apóstol Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es…” (2 Corintios 5:17).

En la Iglesia primitiva, la manera habitual de bautizar era por inmersión total, la única forma con que se puede significar la muerte y resurrección de Cristo. De hecho, el término “bautizar” significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”. Siglos después de la primera dispensación apostólica, el bautismo por aspersión fue un método que utilizó el catolicismo para bautizar a personas enfermas o postradas. Sin embargo, el bautismo por inmersión era la forma ordenada por Jesucristo y sus apóstoles.

Respecto al bautismo por inmersión, el cardenal James Gibbons señala: "Durante siglos, después del establecimiento del cristianismo, el bautismo normalmente se confería por inmersión, pero desde el siglo XII la práctica de bautizar por afusión ha prevalecido en la Iglesia Católica Romana, ya que este método es recibido con menos incomodidad que el bautismo por inmersión”.

Las palabras del clérigo antes mencionado dejan en claro una triste realidad: el mandato de Cristo acerca del bautismo fue modificado por razones de comodidad y conveniencia. Lamentable que haya sido más importante esto último que la ordenanza de Jesucristo.

En el siglo I, y parte del II, el bautismo era administrado por inmersión y en el nombre de Jesucristo. Los ministros oficiantes de aquella época invocaban ese nombre porque estaban conscientes de que era la única invocación que podía garantizar remisión de pecados a las almas.

Así lo enseñó el apóstol Pedro a los judíos que, compungidos por su predicación el día del Pentecostés, le preguntaron con evidente sinceridad: Varones hermanos, ¿qué haremos? La respuesta apostólica a la interrogante fue categórica: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados…” (Hechos 2:38).

Esta práctica prevaleció en el tiempo de la Iglesia primitiva, y los apóstoles de aquellos tiempos, custodios del evangelio, se encargaron de mantener el mandamiento sin alteración ni modificación.

Fue en el siglo III cuando esta invocación empezó a caer en desuso al interior de la Iglesia católica. Esto sucedió a partir del papa Esteban (252-257), quien hacía depender la validez del bautismo de la invocación de la Trinidad.

Aparte de otorgar perdón de pecados, el bautismo en el nombre de Jesucristo es un requisito indispensable para poder entrar al reino de los cielos, tal como lo expresó el Señor Jesús a Nicodemo (Juan 3:5). Además, logra que los creyentes sean incorporados a la Iglesia de Cristo, un entorno donde las almas empiezan a disfrutar de la comunión de Dios y de las bendiciones que dicha relación trae consigo.

En la Iglesia primitiva el bautismo no era administrado a niños recién nacidos, sino a personas capaces de decidir si querían ser bautizados o no conforme al mandamiento bíblico. En la Iglesia La Luz del Mundo el bautismo no se impone; se respeta el libre albedrío de cada persona, así como su libertad de conciencia para creer y actuar de acuerdo con sus creencias y decisiones.

Así fue en la Iglesia instaurada, y sigue siendo así en la Iglesia restaurada. La Biblia no registra ni un solo caso de personas que hayan sido obligadas a aceptar el bautismo contra su voluntad, ni de menores que hayan sido bautizados. La enseñanza de Jesucristo es categórica al respecto: “El que creyere y fuere bautizado será salvo…” (Marcos 16:16). El apóstol Pedro también es claro cuando responde a los judíos el día del Pentecostés: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo…”. De acuerdo con los textos bíblicos antes mencionados, los dos requisitos para ser bautizados son: creer y arrepentirse, condiciones que un niño no puede reunir.

El comentarista bíblico William Barclay, en su Comentario al Nuevo Testamento, afirma que “el bautismo en la Iglesia original era de hombres y mujeres adultos que venían a la Iglesia espontáneamente del paganismo”.

En el seno de la Iglesia católica las cosas comenzaron a cambiar en el siglo VII, a partir del cual el catolicismo empezó a bautizar niños recién nacidos, desdeñando sin justificación bíblica el mandamiento de Cristo.

El bautismo debe ser administrado como manda Jesucristo, cuya doctrina no está sujeta a revisión, modificaciones, desarrollo ulterior o aclaración. Esto lo podrán corroborar las personas que acepten la invitación para presenciar los bautismos que La Luz del Mundo ha de celebrar el próximo 10 de noviembre en una plaza pública de la ciudad de Guadalajara.

Los asistentes podrán comprobar, asimismo, que los bautismos en esta Iglesia son efectuados por ministros autorizados, quienes oficiarán dichos sacramentos con autoridad apostólica, solemnidad y en estricto apego al mandato bíblico.


La doctrina cristiana que predica y practica la Iglesia La Luz del Mundo establece que el bautismo otorga perdón de pecados a los creyentes, además de ser un significativo paso de fe y obediencia.

El bautismo tiene un significado de vida y de muerte. Significa morir a la pasada manera de vivir, y nacer a una vida nueva. Así lo enseña el apóstol Pablo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es…” (2 Corintios 5:17).

En la Iglesia primitiva, la manera habitual de bautizar era por inmersión total, la única forma con que se puede significar la muerte y resurrección de Cristo. De hecho, el término “bautizar” significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”. Siglos después de la primera dispensación apostólica, el bautismo por aspersión fue un método que utilizó el catolicismo para bautizar a personas enfermas o postradas. Sin embargo, el bautismo por inmersión era la forma ordenada por Jesucristo y sus apóstoles.

Respecto al bautismo por inmersión, el cardenal James Gibbons señala: "Durante siglos, después del establecimiento del cristianismo, el bautismo normalmente se confería por inmersión, pero desde el siglo XII la práctica de bautizar por afusión ha prevalecido en la Iglesia Católica Romana, ya que este método es recibido con menos incomodidad que el bautismo por inmersión”.

Las palabras del clérigo antes mencionado dejan en claro una triste realidad: el mandato de Cristo acerca del bautismo fue modificado por razones de comodidad y conveniencia. Lamentable que haya sido más importante esto último que la ordenanza de Jesucristo.

En el siglo I, y parte del II, el bautismo era administrado por inmersión y en el nombre de Jesucristo. Los ministros oficiantes de aquella época invocaban ese nombre porque estaban conscientes de que era la única invocación que podía garantizar remisión de pecados a las almas.

Así lo enseñó el apóstol Pedro a los judíos que, compungidos por su predicación el día del Pentecostés, le preguntaron con evidente sinceridad: Varones hermanos, ¿qué haremos? La respuesta apostólica a la interrogante fue categórica: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados…” (Hechos 2:38).

Esta práctica prevaleció en el tiempo de la Iglesia primitiva, y los apóstoles de aquellos tiempos, custodios del evangelio, se encargaron de mantener el mandamiento sin alteración ni modificación.

Fue en el siglo III cuando esta invocación empezó a caer en desuso al interior de la Iglesia católica. Esto sucedió a partir del papa Esteban (252-257), quien hacía depender la validez del bautismo de la invocación de la Trinidad.

Aparte de otorgar perdón de pecados, el bautismo en el nombre de Jesucristo es un requisito indispensable para poder entrar al reino de los cielos, tal como lo expresó el Señor Jesús a Nicodemo (Juan 3:5). Además, logra que los creyentes sean incorporados a la Iglesia de Cristo, un entorno donde las almas empiezan a disfrutar de la comunión de Dios y de las bendiciones que dicha relación trae consigo.

En la Iglesia primitiva el bautismo no era administrado a niños recién nacidos, sino a personas capaces de decidir si querían ser bautizados o no conforme al mandamiento bíblico. En la Iglesia La Luz del Mundo el bautismo no se impone; se respeta el libre albedrío de cada persona, así como su libertad de conciencia para creer y actuar de acuerdo con sus creencias y decisiones.

Así fue en la Iglesia instaurada, y sigue siendo así en la Iglesia restaurada. La Biblia no registra ni un solo caso de personas que hayan sido obligadas a aceptar el bautismo contra su voluntad, ni de menores que hayan sido bautizados. La enseñanza de Jesucristo es categórica al respecto: “El que creyere y fuere bautizado será salvo…” (Marcos 16:16). El apóstol Pedro también es claro cuando responde a los judíos el día del Pentecostés: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo…”. De acuerdo con los textos bíblicos antes mencionados, los dos requisitos para ser bautizados son: creer y arrepentirse, condiciones que un niño no puede reunir.

El comentarista bíblico William Barclay, en su Comentario al Nuevo Testamento, afirma que “el bautismo en la Iglesia original era de hombres y mujeres adultos que venían a la Iglesia espontáneamente del paganismo”.

En el seno de la Iglesia católica las cosas comenzaron a cambiar en el siglo VII, a partir del cual el catolicismo empezó a bautizar niños recién nacidos, desdeñando sin justificación bíblica el mandamiento de Cristo.

El bautismo debe ser administrado como manda Jesucristo, cuya doctrina no está sujeta a revisión, modificaciones, desarrollo ulterior o aclaración. Esto lo podrán corroborar las personas que acepten la invitación para presenciar los bautismos que La Luz del Mundo ha de celebrar el próximo 10 de noviembre en una plaza pública de la ciudad de Guadalajara.

Los asistentes podrán comprobar, asimismo, que los bautismos en esta Iglesia son efectuados por ministros autorizados, quienes oficiarán dichos sacramentos con autoridad apostólica, solemnidad y en estricto apego al mandato bíblico.